viernes, 2 de noviembre de 2012

El profesor Heidrich

Martes, 11:00 de la mañana. Es un día muy atareado en la oficina. Es una suerte que sea así, por que en cada ocasión en que mi mente queda ociosa, vuelven los recuerdos del sueño de anoche, vuelven las caras de Lara, vuelvo a pensar en el sueño del viernes pasado, y vuelven las dudas sobre si en realidad fue un sueño.
Quisiera hablarlo con alguien, pero contárselo a uno sólo de mis compañeros equivale a contárselo a todos, y no quiero que mi estado mental sea el tema de conversación de “radio pasillo”.
Suena el teléfono. Es Vanesa, la telefonista de la empresa, indicando que tengo un llamado.
–¿Quién es?
–Me dijo su nombre, pero la verdad no lo entendí –me cuenta Vanesa–. Parece extranjero, por que habla con un acento muy raro, y me parece que está llamando de larga distancia.
–Bueno, pasame… ¿Hola?
–¿Señor Domínguez? –pregunta la voz al otro lado de la línea.
–Sí, ¿quién habla?
–Yo soy Edmund Heidrich. Necesito hablar algo importante para usted –Vanesa tenía razón con lo del acento extranjero; no sólo es un acento raro, sino que el hombre parece no hablar muy bien el castellano.
–¿De qué se trata?
–Yo viajando mañana para Buenos Aires. Quiero hacer reunión con usted para hablar algo importante.
–Muy bien, pero dígame de qué me quiere hablar…
–Prefiero no adelantar por teléfono. Sólo puedo decir que quiero ayudar con problema que usted tiene con ciertos fenómenos extraños que usted experimentó… el viernes pasado, si no equivoco.
Siento un hormigueo en el estómago y me quedo mudo un par de segundos, mientras mi mente busca una explicación
–¿Señor Domínguez, está ahí?
–¿Cómo… cómo sabe? Espere… mi psicólogo… ¿usted conoce a Jaimovich? ¿Habló con él?
–Eso no importante. Lo importante…
–Habló con él, ¿verdad? ¿Cómo pudo contarle? Pero no puede… es ilegal, podría hacer que le saquen la matrícula.
–Señor Domínguez, escuche…
–Adiós –le espeté, colgando el auricular con fuerza.
No lo puedo creer. Estoy enfurecido. Decido llamar a Jaimo inmediatamente para que me explique. Se acerca Javier, uno de mis compañeros de trabajo, para hacerme una consulta, pero de mal modo le digo que me espere unos minutos. Busco en mi agenda el número de mi psicólogo y lo marco rápidamente.
–¿Hola?
–Doctor Jaimovich, le habla Diego Domínguez. Mire, le…
–¡Diego! Qué bueno que llamó, yo quería hablar con usted, le quería avisar que…
–Espere, déjeme hablar. Me acaba de llamar una persona que me habló de algo que sólo usted y yo sabíamos. ¿Acaso le dijo a alguien lo que yo le conté en la última sesión? ¡Eso es una falta muy grave!
–Soy culpable, lo sé, pero lo hice por su bien, créame. Diego, necesitaría que vengas a una sesión lo antes posible. ¿Podrás venir mañana alrededor del mediodía? No te voy a cobrar por esta sesión.
Si así como así el Jaimo decidió comenzar a tutearme, debe ser por un motivo importante. Y si un psicólogo judío se ofrece a regalarle una sesión a su paciente, debe ser cuestión de vida o muerte. Creo que me conviene aceptar.
–Está bien, podría ir durante mi horario de almuerzo.
–Perfecto. Te espero entonces. Hasta mañana.
–Hasta mañana.
Me quedo mirando el teléfono como si éste pudiera responder alguna de mis muchas dudas. Javier sigue a mi lado, y me hace gestos para recordarme que está ahí.
–¿Todo bien? –me pregunta. Me doy cuenta de que escuchó mi conversación con el Jaimo.
–Sí. Un tema con mi psicólogo… nada importante. Bueno, ¿qué necesitabas?