lunes, 2 de septiembre de 2013

Adiós a mi empleo

El mundo que me rodeaba parecía distinto. Miraba a mis compañeros de trabajo, caminando apurados llevando papeles de un lado a otro de la oficina, haciendo pausas para envenenarse con humo de cigarrillos, tratando de evitar sus responsabilidades mediante largas charlas triviales junto a la máquina de café, y me preguntaba qué los motivaba a repetir día tras día esa rutina viciada. Me preguntaba cómo hasta hace poco yo estaba “cómodo” en ese remolino, por qué me parecía algo natural, y por qué ahora no podía entender qué sentido tenía todo eso.

Por momentos me quedaba mirando un punto en el infinito, y luego de unos segundos las imágenes se transformaban. Las figuras físicas, reales, quedaban en segundo plano, y por delante, como pintados en una transparencia, tenues halos de color cubrían a cada persona.

Noté que, a excepción de unos pocos, todos los halos eran de colores opacos, apagados. Una de las excepciones era Vanesa, la telefonista. Siempre había pensado que su constante actitud alegre era una mera fachada, que detrás de esa inmutable sonrisa había una tristeza reprimida, o quizás un odio hacia ese trabajo que fingía hacer con tan buena disposición.

Sin embargo, ahora que veía su aura notablemente luminosa, me daba cuenta de que esa alegría no tenía nada de falso ni de fingido. Sentí una cierta envidia, complementada con deseos de aprender de ella. Me le acerqué para hablarle, pero no pude encontrar un momento en que pudiera hacer una pausa lo suficientemente larga como para que me contara más acerca de su constante buena disposición al trabajo. Mientras tanto, en mi escritorio, los papeles formaban una montaña creciente que exigía mi atención para achicarla.

Al tiempo que miraba la montaña de papeles, me preguntaba si no habría una mejor forma de utilizar mi tiempo, que no fuera cargando datos en una computadora para optimizar costos de fletes en embarques de comercio exterior. ¿Tan importante era que una empresa ahorrase dinero embarcando productos a otros países, como para que yo destinase tantas horas diarias a ese menester? Llevaba muchos años haciendo el mismo trabajo, y nunca, nunca antes, me había hecho esa pregunta, de tan natural y normal que me parecía dedicar mi vida a esa tarea.

Claro, la empresa recompensaba mi esfuerzo con un sueldo que me permitía subsistir y –merced a un lento y trabajoso ahorro– confiar en que algún día en el futuro podría seguir viviendo sin trabajar.

En definitiva, lo que me mantenía haciendo mi trabajo día tras día era un mero instinto de supervivencia y la ilusión de, algún día, poder disfrutar de la vida sin necesidad de esforzarme. Si tenía mucha suerte, ese día llegaría antes de tener edad para jubilarme. ¿Disfrutar de la vida? ¿Por qué no podía hacerlo en ese momento? ¿Por qué tendría que esperar tanto?

En mi mente se dibujó un futuro posible. En la imagen estaba yo, mucho más viejo. Me estaba preguntando para qué había empleado mi vida. Y la respuesta me avergonzaba: me había dedicado únicamente a subsistir, pasando mi tiempo a la espera de que llegara cada fin de mes para cobrar el sueldo que me daría sustento por otros treinta días.

No tenía sentido. La observé otra vez detenidamente a Vanesa por unos minutos y entonces comprendí. Vi que su aura se conectaba mediante sutiles hilos de luz con las de las personas con quienes interactuaba. Un poco de su brillo se transmitía a cada persona con la que hablaba; luego de hablar con ella, todos seguían su camino un poco más iluminados.

Ese era su lugar. A través de la atención de los teléfonos y del escritorio de recepción, Vanesa hacía mucho más que derivar llamadas, orientar a visitantes y organizar agendas. Su misión, en un plano superior, era conducir energías. Quizás en una vida anterior había sido oficial de tránsito. Mediante sus aparentemente simples tareas, Vanesa lograba que las energías fluyeran, evitando que se atascaran. Por eso yo sentía envidia, por que ella estaba llevando a cabo su misión; quizás sin ser consciente de ello. Por eso ella hacía su trabajo con alegría y satisfacción, cosa que yo no lograba de ninguna forma.

Entendí que no tenía nada más que hacer en esa oficina. En ese preciso momento se acercó a mi escritorio Javier, ese compañero de trabajo con el que siempre podía contar cuando necesitaba ayuda. Es curioso como a veces los hechos muestran una perfecta sincronía.

Javier empezó a formularme una pregunta sobre unos embarques, pero lo frené.

–¿No te gustaría hacer mi trabajo? –le pregunté.

Javier se quedó atónito, así que aproveché su aturdimiento para arremeter con más decisión.

–Vos conocés perfectamente mis tareas, siempre me reemplazaste en mis vacaciones, sos totalmente capaz de cubrir mi puesto. Vení, sentate en mi lugar, a partir de hoy va a ser el tuyo.

Me levanté y lo abracé. Su aturdimiento era cada vez mayor, lo cual quizás contribuyó a que siguiera mis instrucciones sin chistar.

–¿Y vos qué vas a hacer? –preguntó, luego de recorrer con la vista todo lo que había en mi escritorio, que ahora era el suyo.

–Tengo muchas cosas que hacer, y quiero empezar cuanto antes.

Acto seguido fui a despedirme de mi jefe. Recibió la noticia de mi partida tan aturdido como Javier, con lo cual no pudo objetar mi decisión. Un capítulo de mi vida había terminado.

jueves, 11 de julio de 2013

Comienzo de una nueva vida

Del viaje de regreso desde San Pedro no me quedaron recuerdos del camino, ni de los demás pasajeros, ni siquiera de cómo era el micro en el que viajé. Sólo recuerdo las nubes del atardecer, y cómo las manipulaba a mi antojo, agrupándolas o esparciéndolas, dándoles forma, mientras tomaba consciencia del poder que se había desatado en mí, tras la conmoción que significó descubrir la historia de mi verdadero padre.

Recuerdo cómo me visualizaba a mí mismo y a mi entorno, observando el entramado de energías que me unía a cada ser y cada objeto a mi alrededor. Recuerdo cómo miraba ese entramado con cierto temor, sabiendo que cada acción mía o de los demás tenía efecto sobre esas delicadas líneas de energía. Recuerdo cómo tomaba consciencia, de a poco, de la enorme responsabilidad que implicaba el uso de mis nuevos poderes. Recuerdo cómo caía en la cuenta de lo mucho que tendría por aprender.

En las horas que pasé en San Pedro luego de esa primera experiencia mística en la iglesia, y antes de emprender el regreso a la ciudad, Ignacio y mi mamá me hablaron durante un largo rato para explicarme cómo las revelaciones que ambos tuvieron en sueños los llevaron a cometer el pecado que me dio origen. Me contaron acerca de los días sombríos y confusos que siguieron a aquel hecho, en los que debían decidir qué hacer. Dudaban si confesar la verdad a mi padre (o mejor dicho, a mi padre adoptivo) o dejarlo vivir en el engaño; dudaban si Ignacio debía dejar los hábitos o si debía confesarse, aceptar las penitencias que le correspondieran y continuar su trabajo eclesiástico; dudaban si debían huir juntos o continuar sus vidas normalmente. Finalmente decidieron que lo mejor era ocultar la verdad, y esperar hasta este día para revelarla, pero solo ante mí.

Mi mamá repitió varias veces que nunca había dejado de amar a mi padre, pero la necesidad que sentía de tener un hijo era tan fuerte en su corazón que lo dejó todo a un lado para satisfacerla.

Noté que ambos habían llevado un sentimiento de culpa durante los treinta años transcurridos desde aquél hecho, y al contármelo se estaban librando de una carga muy pesada. De alguna extraña forma, me había convertido en confesor de ambos.

En esos momentos me preocupaba por cómo miraría yo a mi padre ahora que conocía la verdad. Al volver de la iglesia, durante el almuerzo dominical, lo miré a los ojos, y supe que él sabía la verdad, pero nunca dijo nada al respecto. De pronto sentí una gran admiración por ese hombre, que cuidó y crió como propio a un hijo ilegítimo. Entendí que él se había convencido a sí mismo de que yo había sido un milagro, fruto de las continuas plegarias de mi mamá, en lugar de pensar en mí como la consecuencia de una infidelidad de su esposa.

Esa noche, de vuelta en mi departamento, no dormí. Es decir, sí durmió mi cuerpo, pero durante el descanso de éste, mi consciencia viajó en un sueño lúcido. Había oído hablar de los sueños conscientes, pero nunca había experimentado uno. Lo que sabía era que, en esos sueños, uno tiene la libertad de viajar a donde quiera. Lógicamente, opté por volar. Volé por encima de la ciudad, viéndola desde arriba, observando cómo los colores de luz que emanaba cada persona revelaban sus estados anímicos. Supuse que esa luz era lo que llaman aura. No conocía el significado de los colores del aura, pero pude intuir que la opacidad de los colores de la mayoría de las personas revelaba un estado de desánimo, confusión o falta de sentido en sus vidas. Supuse que mi aura debía haber tenido la misma opacidad unos días atrás.

El lunes siguiente, en la oficina, cuando escuché el relato de mi madre sobre el milagro que había obrado con mi perro, comprendí que mis nuevos poderes no habían nacido en mí por azar. Supe que debía encauzarlos con algún propósito, aunque no sabía aún cuál.

jueves, 6 de junio de 2013

Un descubrimiento y un milagro

Volver a misa después de tantos años sin ir me causa un cierto sentimiento de culpa, pero recuerdo la parábola del hijo pródigo y asumo que seré bienvenido, como lo fue el hijo perdido al regresar a la casa de su padre. Mi madre hace caso omiso de mis titubeos al recitar el credo y al cantar muchas de las canciones de la misa, cuyos textos no recitaba desde hacía muchísimo tiempo.

Tras el oficio religioso, mi madre se acerca al Padre Ignacio para hablarle a solas. Luego ella se me acerca para decirme que el Padre me espera en su oficina.

Mi mamá se queda esperando afuera mientras el párroco me invita a sentarme de un lado del escritorio, sentándose él del lado opuesto. Me observa sonriente, casi emocionado.

–Diego, cuántos años han pasado. Creeme que esperaba ansioso el momento de volver a verte.

No respondo, pues no sé qué decir. Trato infructuosamente de imaginar por qué este hombre podría estar ansioso de verme. Será cuestión de seguir escuchándolo, supongo.

–Tengo mucho para contarte y no sé por dónde empezar –hace una pausa para pensar, tras la cual inicia su relato–. Verás, yo vine de España a los veinte años, huyendo de la persecución franquista, como muchos de los inmigrantes españoles. Hasta ese entonces, mi vida no había tenido mucho sentido. Andaba sin rumbo, sin ningún objetivo. Por eso cuando vine a la Argentina decidí encarrilarme, empezar una nueva vida. Ahí me di cuenta de que tenía una misión. Sentí que ese era mi “llamado”, lo que me hizo sumarme a la iglesia. Me convertí en sacerdote, y después de un tiempo, la diócesis me dio la oportunidad de ser el párroco de esta iglesia. Así fue como me establecí en San Pedro.

Ignacio toma mi mano, y pasa el pulgar sobre el anillo de Eustaquio. Luego continúa su relato.

–Sabés, cuando veníamos de España eran muy pocas las cosas que podíamos traer. Yo debí elegir con mucho cuidado cada cosa, y entre las cosas que traje estaba ese anillo, el cual heredé de mi padre.
–¿Este anillo es suyo? –pregunto–. ¿Y por qué lo tenía mi mamá?
–Se lo di cuando supe que estaba embarazada de vos.
–Pero este anillo… es el que perteneció al Padre Eustaquio. No entiendo, ¿dice que su padre se lo dio?
–Si. Y a él también a su vez se lo dio su padre, es decir, mi abuelo.
–Sigo sin entender. Si es un legado familiar, ¿por qué se lo regaló a mi mamá?

Ignacio hace una pausa, y continúa luego de un profundo suspiro. Me mira a los ojos y habla con un tono más grave del que había empleado hasta ahora.

–Diego, esto que te voy a decir de seguro va a conmocionarte bastante.
–No se preocupe, a esta altura ya creo que estoy curado de espanto.
–Lo dudo –replica Ignacio–, pero no importa. Ha llegado la hora de que sepas esto. Verás, un tiempo después de haberme ordenado sacerdote, descubrí algo que… cómo decirlo… sacudió todos mis preceptos, me conmocionó tanto como puede conmocionarte lo que te voy a contar. Descubrí que pertenecía a un linaje que no podía interrumpirse conmigo. O dicho de otra forma, descubrí que había en mi sangre, por así decirlo, una herencia que debía transferir a una siguiente generación. Para ser más claro: necesitaba asegurarme una descendencia, un heredero.
–Ahá… ¿y entonces?
–Entonces conocí a tu mamá. Un par de años antes ella se había casado con tu papá. Recurría a mí con frecuencia en busca de consejo, por que se sentía atormentada pues parecía que no podía tener hijos. Ella creía ser infértil, y muy en su interior suponía que era por algún designio divino.
–Sí, ella siempre fue muy creyente –acoto–, y eso la acostumbró a creer que todas nuestras desgracias se deben a algún designio divino.
–Bueno, pues, algo de razón tenía, creo –sigue diciendo el cura–. Sabés, la primera vez que la vi me sentí sobresaltado, pues su rostro me era familiar: la había visto anteriormente en sueños. Y desde que me contó el problema que la atribulaba, muchas veces recé por ella, y leí con ella pasajes de la Biblia en los que podría encontrar consuelo. Pero volviendo a lo que te estaba contando, el hecho es que ella no era infértil, sino que tu papá lo era.
–¿Infértil? ¿Mi papá? ¡Eso es ridículo! ¿Y yo qué soy? ¿Cómo nací?

Ignacio se inclina un poco hacia delante sobre el escritorio y toma mis dos manos.

–Diego, escuchá con cuidado: tu padre no es tu padre.

Retiro las manos rápidamente y arrastro mi silla hacia atrás, como si el Padre Ignacio fuera en este momento una amenaza para mí. Me resisto a aceptar lo que acabo de escuchar.

–Eso es imposible –acompaño mis palabras con una risita nerviosa, con la que intento restar importancia a los hechos–. ¿Entonces quién es? ¿Cómo nací?

Ignacio se pone de pie y camina hacia mí, abriendo sus brazos, ofreciéndome un abrazo consolador. Instintivamente me pongo de pie y me alejo de él, caminando hacia atrás.

–Sos mi hijo –dice finalmente.

Sabía que estaba por decir eso, pero el haberlo escuchado me hace tambalear. Apoyándome en las paredes y en los muebles intento correr hacia la puerta de la oficina, como un animal enjaulado. Al salir de la habitación me detengo, y la veo a mi madre rodeada de varias figuras luminosas, angelicales, hermosas, que flotan a su alrededor. Su silueta está circundada por un aura luminosa y brillante. Restriego mis ojos, cierro fuertemente los párpados y los vuelvo a abrir, pero las luces y las figuras flotantes siguen allí. Camino dificultosamente hasta una banca y tomo asiento. Mi madre se sienta a mi lado y rodea mis hombros con su brazo. Agacho la cabeza y cubro mi cara con las manos, mientras un torrente de lágrimas comienza a brotar de mis ojos. Lloro como un niño desconsolado durante varios minutos, tras lo cual descubro mi rostro y abro los ojos. Allí está Ignacio, tomando la mano de Mamá. De pie a su lado hay otra figura, a la cual reconozco. También es un sacerdote. Es Eustaquio.

Lunes por la mañana. De nuevo en la ciudad, de nuevo en mi trabajo, pero todo es completamente diferente. De pronto suena el teléfono. Mamá.

–Hola Ma.
–¡Diego! ¡Dieguito! ¡Es un milagro!
–¿Qué pasó?
–Es Bobi. Esta mañana se levantó lo más bien y me vino a despertar para que lo dejara salir al jardín. ¡Se curó, Diego! ¡Vos lo curaste!

Mi primera curación. Mi primer milagro.

viernes, 24 de mayo de 2013

Recuerdos de familia

Es la 1 de la madrugada del sábado al momento de llegar a mi casa, pero a pesar de la hora, mi madre me espera despierta y con la cena servida. Igual que cuando volvía de estudiar, algunos años atrás. Mi padre se levanta para saludarme en cuanto me escucha llegar, pero al notar su cansancio, tanto mi mamá como yo lo dejamos ir de nuevo a dormir, cosa que acepta con agrado.

Escucho unos leves gemidos caninos provenientes del dormitorio de arriba.

–Es Bobi –explica mi mamá–. Desde hace un tiempo no anda muy bien.
–¿Por qué? ¿Qué le pasa?
–El veterinario lo vio y dice que es que está viejo, nomás, y que su corazón está débil. Desde hace un par de semanas casi no se levanta de su cucha, y ahora estos últimos días directamente no quiere comer. Pareciera que se está dejando morir.

Subo hasta el dormitorio a saludar a Bobi. Recuerdo cuando lo trajimos de cachorrito, yo entonces estaba aún en el colegio secundario. Desde un principio se acostumbró a dormir en mi cama, pero en cuanto comencé a tener picaduras de pulgas, debió mudarse a su cucha, aunque siguió pasando las noches en mi dormitorio.

Al verme, empieza a agitar la cola y transforma los gemidos en ladridos, pero no se levanta. Me agacho hasta su cucha y lo saludo con un abrazo.

–El veterinario nos recomendó que lo “pusiéramos a dormir” para que no sufra más, pero hasta ahora no tuvimos el valor de hacerlo –comenta Mamá, que había subido detrás de mi.
–No, por favor no lo hagan –le pido, y ante la idea de hacerle caso al veterinario, abrazo al perro más fuerte aún, y este mueve la cola con nuevos bríos.
–Andá a dormir, nene, que es tarde.
–Sí, ya voy –contesto, pero permanezco abrazado al perro durante unos cuantos minutos.

Sábado, 9:30 de la mañana. Me despierta el olor a café proveniente de la cocina. Bobi duerme plácidamente en su cucha.

Durante el desayuno, mi mamá me pone al corriente de las novedades del pueblo: los vecinos nuevos del barrio, la remodelación de la plaza, el supermercado que reabrió con nuevos dueños chinos, etc. Busco la forma de insertar en la conversación el tema que me preocupa, la verdadera razón de mi visita, y lo mejor que se me ocurre es preguntar por mis abuelos.

–Justo los fuimos a ver el fin de semana pasado –me cuenta mamá. –Andan bien. Todo lo bien que pueden a su edad, claro. ¿Por qué preguntás?

Mi mamá siempre fue muy perspicaz. Por su expresión resulta obvio que entiende que detrás de mi pregunta hay algún interés. Decido explicarle la situación de la forma más suave posible, tratando de no asustarla.

–Es que necesito averiguar algo sobre mi árbol genealógico.

La hago esperar un par de segundos antes de continuar la explicación, como para darle tiempo de analizar el tema. Continúo.

–Te cuento. Te acordás que te dije que estaba yendo a terapia, ¿no? –mi mamá asintió–. Bueno, en la última sesión le conté a mi psicólogo algunas cosas que me estuvieron pasando en estos días, y me sugirió que averigüe todo lo que pueda de mis antepasados.

La expresión de mi mamá empieza a tornarse en un gesto de preocupación. No lo dice, pero adivino que se está preguntando qué tiene que ver una cosa con la otra.

–¿Qué cosas te estuvieron pasando? –pregunta.
–Estuve teniendo algunos sueños raros… soñé con brujas y sacerdotes. Fijate nomás que en el viaje para acá me quedé dormido y soñé que era un cura de la época medieval. No te asustes, pero el tema es que mi psicólogo, en lugar de decirme simplemente que estoy loco (como hubiese preferido), pensó que detrás del asunto podría haber una secta de brujas de verdad, que me habrían elegido para cumplir una profecía o algo así.

Mi mamá se me queda mirando con un gesto que, a mi parecer, denota una total perplejidad, pero luego descubro que corresponde a una especie de entusiasmo. Su vista, que hasta ahora estaba fija en mí, comienza a ir de un lado para el otro, como asegurándose de que no haya nadie alrededor.

–No creo que tus abuelos te puedan ayudar mucho, pero tal vez yo sí –dice luego de un rato, y me deja solo en la cocina mientras va a buscar algo a la buhardilla.

Mi mamá guarda celosamente los objetos que heredó de sus antepasados en un arcón lleno de cosas aparentemente carentes de todo valor material. Ese arcón es el que trae con bastante dificultad desde la buhardilla.

–Acá hay varias cosas que te van a interesar –dice ella.
–Pará, pará un cachito –la detengo–. Todavía no te conté los detalles.
–No hace falta, creo que ya los sé.

Mi mamá empieza a revolver nerviosamente las cosas del arcón, en busca de algo en particular. La noto ansiosa, como si hubiera llegado un momento que esperó durante largo tiempo y quisiera apurar los hechos. No sé cuáles hechos, pero los quiere apurar.

Me pongo de pie y me asomo para ver qué hay dentro. Decenas de libros, papeles amarillentos con textos manuscritos, plumas, estatuillas de santos, crucifijos, rosarios, entre otros objetos. De pronto, el rostro de Mamá se ilumina cuando en el fondo del arcón encuentra una pequeña cajita forrada en terciopelo. La abre y de su interior saca un anillo, el cual coloca en mis manos. Es un anillo de oro incrustado en rubíes. El mismo que Eustaquio llevaba en mi sueño.

Tomo asiento y me quedo atónito mirando el anillo.

–Diego, ¿estás bien? ¿Te resulta familiar?
–Sí, lo ví en sueños –le contesto sin sacar la vista del anillo. Luego la miro a los ojos–. ¿Cómo lo conseguiste
?
–No te puedo explicar ahora. Pero es importante que mañana vayamos a la iglesia y hables con el Padre Ignacio.
–¿A la iglesia? Pero hace siglos que no voy… ¿El Padre Ignacio? ¿Es el mismo que me bautizó cuando yo era un bebé? No pensé que todavía estuviera vivo. Debe tener como doscientos años.
–No, es viejo, pero no tanto. Mañana lo vas a ver. Ah, otra cosa: por favor, no comentes nada de esto con tu papá.
–¿Por qué?
–Bueno, él no cree en estas cosas… pero esperá hasta mañana, que vas a entender todo.

miércoles, 1 de mayo de 2013

Un viaje y una visión



Jueves al mediodía. Aprovechando un rato de tranquilidad en la oficina llamo a mis padres. Después de un rato de espera, mi madre atiende el teléfono.
–¡Dieguito! ¡Qué sorpresa! ¿Cómo estás?
–Hola Mamá. Yo bien, ¿y ustedes cómo andan?
–Bien, bien. Tu padre está ahí peleándose con uno de los camiones que no andan, como siempre, y yo acá preparando la comida. ¿Vos estás trabajando?
–Sí, bueno, haciendo una pausa. Má, quisiera ir a visitarlos este fin de semana, ¿podré ir para allá?
–¡Sí, claro que sí! Vení cuando quieras. ¿Y por qué… digo, no te pasa algo malo, o sí?
–No, Má, estoy lo más bien, es que hace mucho que no voy a San Pedro, me va a venir bien ir allá y despejarme un poco, sacarme el stress...
–Ah, me parece muy bien. Entonces dale, vení nomás. ¿Cuándo vendrías, ya sabés?
–Me gustaría ir para allá mañana por la noche, si se puede.
–Perfecto, voy a arreglarte el cuarto por que está todo hecho un relajo.

. . .

El micro a San Pedro sale puntualmente a las siete de la tarde. Mientras el sol se pone, veo por la ventanilla cómo va cambiando el paisaje. Primero las autopistas atestadas de vehículos que se escapan de la ciudad para cambiar de ambiente durante el fin de semana; después, la ruta flanqueada por grandes centros comerciales y fábricas; finalmente, el campo. Mis párpados no resisten su propio peso y comienzan a cerrarse.

Bajo la luz de la tarde que atraviesa uno de los vitraux laterales de la nave de la catedral, la figura de Isabel parece la de un ángel. El inquisidor está dictando su sentencia de muerte, pero la serenidad y placidez de su rostro no se ve alterada. Antes de que los guardias del rey la lleven a su celda, me dirige una mirada tranquilizadora. En mi mente escucho su voz diciéndome “estaré bien, no te preocupes”. Una extraña pasión me consume por dentro; siento deseos de correr en su ayuda, de usar los poderes que el Señor me dio para neutralizar a los guardias y liberarla. Pero sé que no puedo. Sé que en el fondo es un deseo carnal el que me produce esos impulsos, y hace tiempo que he renunciado a la capacidad humana de amar y ser amado.
La veo desaparecer tras la puerta lateral de la catedral, con sus brazos encadenados, flanqueada por dos guardias. Siento que estoy dejando que se cometa un crimen injusto. Las pruebas en su contra fueron contundentes; fue encontrada en pleno ejercicio de la hechicería, en un ritual pagano, y hubo muchos testigos para respaldar la acusación. No pude argumentar nada en su defensa, a diferencia de otros juicios en donde las pruebas eran completamente infundadas y me fue fácil derribar la acusación. Pero aún así, siento en mi interior que es una mujer de bien.

Ya pasó la medianoche. En la soledad y oscuridad de mi recámara elevo mis plegarias por Isabel, rogando al Señor que mañana, luego de la ejecución, la reciba en su gloria. Ejecución. Esa palabra se me clava en el corazón cada vez que la asocio al nombre de Isabel. Un fuego me quema por dentro, una irrefrenable necesidad de hacer algo por ella. Siento que si la pierdo, enloqueceré. Ruego a Dios que me perdone, pero debo acudir en su ayuda.
Cubro mi cabeza con la capucha de mi sotana y me pongo mi anillo. No creo en talismanes o amuletos, pero siempre llevo mi anillo egipcio de oro cuando debo poner en práctica mi fe. El anillo me fue regalado por la primera persona que sané. Fue durante una misión por el continente africano, en la que me topé con una mujer que había contraído una rara enfermedad. Jamás acepto pago alguno por mis obras, pero este anillo apareció en mi bolsillo luego de la curación, y no tuve oportunidad de devolverlo.

Fue fácil obtener las llaves de la celda en donde Isabel espera su destino. Afortunadamente, el padre Mario, a quien esa noche le tocó oficiar de amo de llaves, tiene el sueño demasiado pesado como para despertarse por un manojo de llaves que tintinea cerca de sus oídos.
Por la mirilla de la puerta de la celda la veo sentada contra la pared, sus manos encadenadas detrás de sí, desvanecida por la sed y el hambre. Haciendo el menor ruido posible, abro la cerradura y entro a la celda. Isabel abre ligeramente los ojos y, al reconocerme, esboza una leve sonrisa, pero enseguida se desvanece nuevamente.
De rodillas junto a la hechicera, arremango mi sotana y tomo entre mis manos la cadena que aprisiona sus brazos. Cierro los ojos y agacho la cabeza para rogar al Señor que use mis manos como instrumento de su voluntad. Comienzo a visualizarlas convertidas en brasas incandescentes. Imagino el viento de un fuelle elevando su temperatura a rojo blanco. El intenso calor hace casi imposible respirar dentro de la celda. Noto que los eslabones de la cadena comienzan a ablandarse y luego a derretirse. Isabel ya está libre.

–Señor, llegamos a la terminal. Ya se bajaron todos los pasajeros, sólo queda usted.
La voz del guarda me despierta bruscamente. Abro los ojos y de a poco logro reconocer a la terminal de ómnibus de San Pedro.

Le indico al taxista la dirección de la casa de mis padres para que me lleve, pero indicándole el camino más largo, por dos motivos. El primero, por que quiero recorrer los lugares de San Pedro que me hacen acordar de mi niñez y mi adolescencia en este pueblo; el club, por ejemplo, que los viernes y sábados por la noche se convierte en cita obligada para los que se consideran en edad como para ir a bailar. Por suerte, ciertas cosas de estos pueblos pareciera que nunca cambian. El segundo motivo es que necesito algo de tiempo para grabar en mi celular el relato de lo que acabo de soñar durante el viaje.

La claridad de las imágenes y la abundancia de detalles del sueño ya no me sorprende. Incluso hay un par de datos que de seguro le van a interesar a Jaimo cuando se los cuente el lunes: el hecho de estar en la piel de Eustaquio de Aragón, quien aparentemente es algo así como mi tatara-tatarabuelo, y el hecho de que el rostro que Isabel tenía en mi sueño era ni más ni menos que el de la bruja Lara. Además, jamás en mi vida conocí la catedral de San Salvador, en Zaragoza, sin embargo estoy seguro de que sus vitrales eran, hace un par de siglos, exactamente como los vi en mi sueño. Y otra cosa, ¿cómo sé que la catedral en donde transcurrió mi sueño es la de San Salvador, en Zaragoza? Pero lo sé.

jueves, 18 de abril de 2013

Reencuentro con Lara

Jueves, 2:30 de la madrugada. Me despierto al sentir una suave caricia en la mejilla. Al abrir los ojos veo en la semipenumbra una figura arrodillada a mi lado en la cama. Rápidamente me incorporo y me siento contra la cabecera de la cama, tratando de alejarme instintivamente de la figura, pero mi susto inicial se transforma en felicidad cuando reconozco el rostro de Lara en la persona a mi lado. Me cuesta un poco reconocerla vestida casi de entrecasa –vaqueros, blusa, sin maquillaje ni accesorios–, pero efectivamente es ella.
–¿Estoy soñando? –pregunto.
–Te voy a demostrar que no.
Para cumplir tal promesa, se inclina sobre mí y me besa apasionadamente. Sacudo un poco mis brazos, para ver si los puedo mover. Efectivamente es así, entonces los uso para abrazarla y acercar su cuerpo al mío, a la vez que acaricio su espalda.
Rodamos sobre la cama y quedo encima de ella. Vienen a mi mente preguntas fuera de lugar; por ejemplo: ¿cómo hizo para entrar? ¿Habré dejado abierta la puerta del departamento? Pero rápidamente disipo esos pensamientos para concentrarme en lo que está sucediendo.
Comienzo a besar su cuello y siento una fragancia conocida. Un sutil pero sugestivo aroma floral. Inmediatamente mi olfato hace que en mi mente se formen con toda claridad las imágenes de mi supuesto sueño del viernes pasado. Ahora recuerdo bien su mirada sonriente desde la mesa de la esquina en Mateo’s, agitando el vaso en una invitación a sentarme con ella. Recuerdo bien su silueta insinuándose por debajo del tul negro, en el departamento donde se llevó a cabo el ritual. Ahora sí, sé positivamente que todo eso en verdad ocurrió.
Siento su respiración acelerarse, transformarse en un jadeo seguido por leves gemidos. Comenzamos a amarnos como dos personas normales. Nada de aullidos, ni alucinaciones, ni rituales paganos. Sólo pasión, calor, sexo, amor.

La miro acostada a mi lado, con sus ojos fijos en mí. Su pelo está revuelto y su expresión muestra cansancio, pero igual la veo hermosa; es bueno saber que es humana, después de todo. Tengo diez mil preguntas que quisiera hacerle. Entre todas ellas, mi mente elige la que más me intriga:
–¿Por qué yo?
Lara sonríe.
–Por tu sangre –La respuesta me sobresalta notoriamente, y Lara se apura a tranquilizarme–. No te preocupes, no soy vampiro. Me refiero a tu herencia, a tu linaje.
Otra vez la palabra “linaje”; hasta antes de este día me era una palabra totalmente extraña.
–Diego –continúa Lara–, dentro tuyo hay un poder muy grande, del que seguramente no sos consciente, y ese poder, combinado con el de mi linaje, engendrarán una fuerza capaz de conmover al mundo.
Finjo que no sé de qué está hablando, para no verme obligado a mencionar mis fuentes de información, tras lo cual Lara me cuenta prácticamente lo mismo que unas horas antes me habían contado Jaimovich y Heidrich. También me cuenta sobre Isabel
–Hay algo que no entiendo –le digo–. ¿Si soy el heredero de un linaje tan especial, por qué amenazaron con matarme?
Lara sonríe.
–No lo hubiéramos hecho. Sólo era parte del ritual. Aún si no hubieras cumplido con tu parte, aún si nos hubiéramos equivocado y no fueras el elegido, hubieras conservado la vida.
–¿Y cómo me encontraron, qué te llevó a elegirme?
–Las cartas me indicaron el camino. Por mis venas corre sangre gitana, ¿sabés? Y por eso tengo habilidad para leer el Tarot. Las cartas me dijeron el momento y el lugar exacto donde te encontraría.
–Así que fueron las cartas… –de pronto siento una sequedad en mi garganta–. ¿Querés tomar algo?
–Un vaso de agua, nada más.
–Bien.
Voy a la cocina a buscar el agua y un Gatorade para mí. Debo hidratarme por si Lara tiene intenciones de repetir lo de recién. Al volver a la habitación la veo de pie, observando una de mis camisas, la que tiene el prendedor con forma de estrella de cinco puntas.
–Veo que conservaste nuestro regalo –comenta Lara.
–Sí. Hasta ahora no sabía de dónde había salido.
Me siento en la cama y la invito a sentarse a mi lado, cosa que acepta.
–Lara, ¿puedo hacerte una pregunta?
Su rostro adopta un gesto de extrañeza.
–Sí, ¿qué me querés preguntar?
–Bueno, es algo que me asusta bastante, y a la vez me intriga. Sabés, tu cara parece la de un ángel; es algo que noté desde la primera vez que te vi. Pero no me puedo quitar de la memoria el rostro endemoniado que tenías la otra vez, ¿te acordás? ¿Por qué, qué significó eso?
Lara agacha la cabeza y mira el suelo, como con vergüenza. Al cabo de unos segundos, comienza a explicarme.
–Es una consecuencia fallida de mi iniciación. La metamorfosis es una de las habilidades derivadas de la brujería. Yo tengo esa habilidad, pero nunca alcancé a dominarla totalmente. También soy humana, ¿entendés? Como humana, tengo impulsos irracionales, y esos impulsos se conectan con mis habilidades especiales, y hacen que pasen cosas como esa.
La veo cubrir su rostro con sus manos, y me doy cuenta de que le hice confesar algo que no la hace feliz. La abrazo y la beso en la mejilla, a modo de consuelo.

Jueves, 6:30 de la mañana. Me despierto con la alarma del reloj. Estoy solo en la cama. En la almohada a mi lado siento un suave aroma floral.
Recorro el departamento para ver si ella todavía está, pero no la encuentro. Reviso puertas y ventanas, y todas están cerradas por dentro. Me pregunto cómo hizo para irse, y también cómo hizo para entrar, pero me conformo respondiéndome que es una bruja.

martes, 2 de abril de 2013

La profecía

El psicólogo hace una pausa para tomar un vaso de agua, y luego comienza el relato.
–La historia se remonta al siglo 17, en la época de la inquisición española. En esa época vivió un sacerdote, conocido como Eustaquio de Aragón, que era bastante popular por su capacidad para realizar curaciones milagrosas y otros prodigios semejantes. La Iglesia no reconoce esta capacidad del sacerdote, ya que le tenía cierta antipatía por la costumbre del cura de participar en los juicios de brujas y de paganos para probar la inocencia de éstos; cosa que lograba muy a menudo. Además de la antipatía de la Iglesia, esa costumbre también le valió la enemistad de la inquisición. Se cree que lo hubieran convertido en santo, si no fuera por que lo expulsaron de la Iglesia.
–¿Por qué lo expulsaron?
–Hubo en Zaragoza una bruja muy poderosa, llamada Isabel, que si bien no era practicante de la religión católica, muchas veces recurría a Eustaquio en busca de consejo. La inquisición la capturó para enjuiciarla y Eustaquio no pudo hacer nada en su defensa, excepto…
–¿Excepto?
–Excepto ayudarla a escapar de la cárcel y huir con ella. Hasta ahí es lo que dicen los documentos oficiales de la Iglesia. Pero las investigaciones llevadas a cabo por el profesor Heidrich revelan que Eustaquio e Isabel, si bien huyeron juntos, debieron seguir caminos diferentes para evitar la persecución de la inquisición. El profesor concluyó que Eustaquio, luego de dejar los hábitos, cambió su nombre y se insertó en una comunidad de judíos conversos; hay leyendas sobre ciertos milagros obrados por un hombre llamado Ajshalom, que bien puede haber sido el mismo Eustaquio. También se sabe que formó una familia, y pudieron obtenerse algunos datos sueltos sobre su descendencia. Pero de Isabel no se sabe prácticamente nada. Hay historias que cuentan que fue recibida por un grupo de gitanos y que con ellos se desplazó por distintas ciudades de Europa, pero nada más. También se especula con que dejó una descendencia, puesto que hoy existen supuestas brujas que se consideran sus herederas, y quieren cumplir la profecía.
–¿Cuál profecía? –vuelvo a preguntar.
–Bien. La leyenda dice que quien herede y pueda combinar los poderes milagrosos de Eustaquio y los poderes mágicos de Isabel tendrá un único y gran poder, no para obrar milagros o para hacer magia, sino para reconciliar a la iglesia católica con el ocultismo. Los más crédulos suponen que tal hecho representará una revolución para la humanidad, un resurgimiento de la fe, algo así como la llegada de un mesías. Y la profecía dice que ese hecho excepcional ocurrirá cuando se unan ambos linajes, el de Eustaquio y el de Isabel.
Jaimovich hace una pausa casi dramática, y luego me mira fijo a los ojos.
–Diego, las brujas con que te topaste se consideran herederas de Isabel, y a vos te consideran heredero de Eustaquio, y por eso te eligieron para embarazar a una de ellas. Creen que el bebé que tendrán será el heredero.
Me lo quedo mirando un rato.
–Ahá.
“¿Es eso nada más? ¿Una ridícula leyenda antigua puesta en práctica por un grupo de locas?”, pienso. “Al menos la otra noche no la pasé tan mal… excepto por la amenaza del cuchillo, claro”.
Jaimovich sonríe levemente y comenta:
–Veo que no te impresiona mucho la profecía.
–No, no. No es que no me impresione. Pero me resulta difícil de creer. No puedo ni siquiera caminar y mascar chicle a la vez, y ¿se supone que en mi sangre llevo los genes de un milagrero? Discúlpeme, pero creo que estas brujas eligieron al tipo equivocado. ¿Usted cree en esta leyenda?
–Mirá, las investigaciones del profesor develan muchos datos que te sorprenderían. Aparte, es posible que efectivamente lleves el linaje de Eustaquio, aún cuando sus poderes no se hayan manifestado en vos. Pero por eso es que quisiéramos saber más sobre tus antepasados, a ver si hay alguna conexión con el sacerdote. Además me interesa lo que pueda pasarte. A través del tiempo se han reportado muchos casos de grupos de supuestas brujas que han querido cumplir la profecía, y las consecuencias han sido muy variadas, y no siempre agradables. Ha habido crímenes. Además, hay grupos antagonistas, desde fanáticos religiosos hasta sectas satánicas que conocen la profecía y creen que su misión es evitar que se cumpla, y podrían intentar cualquier cosa. No es algo para tratar a la ligera.
Miro el reloj. Ya se me hizo muy tarde.
–Me tengo que ir.
–Está bien andá, ya se te hizo bastante tarde. Diego, muchas gracias por venir y charlar con nosotros.
–Sí, muchos gracias –agrega Heidrich.
–Una última cosa –interrumpe Jaimovich–. Diego, seguramente estas supuestas brujas seguirán en contacto con vos. Nos gustaría que nos cuentes cualquier cosa que ocurra con respecto a esto, para ayudarte y para ampliar la información sobre el caso. Pero por favor no les vayas a mencionar nuestra participación, no queremos intervenir en el proceso.
“Caso”, “proceso”… todo esto me hace sentir como una rata de laboratorio.
–Antes de irme quisiera hacerle una pregunta –le dijo a Jaimo–. ¿Por qué ustedes tienen tanto interés en este tema?
Jaimo lo mira a Hedrich, cediéndole la palabra.
–Diego –dice el extranjero–, he investigado mucho casos como este; ninguno fue auténtico. El tuyo también podría no serlo, pero algo me dice que en verdad usted puede ser el elegido. Y si profecía ser cierta, quiero hacer que se cumpla, piense que estamos ante un posible hecho histórico de gigantes proporciones.
Lo miro con extrañeza y lo saludo amablemente.

martes, 19 de febrero de 2013

Árbol genealógico

Miércoles al mediodía. Otra vez en la sala de espera del consultorio de Jaimovich. Se abre la puerta del consultorio y el Jaimo me hace pasar, con una cara sonriente como si me hubiera invitado para una charla de amigos. Pero no está solo. Lo acompaña un hombre de edad avanzada y aspecto misterioso. Traje negro, larga barba entrecana, anteojos con marco metálico redondo… parece como si el Jaimo lo hubiera resucitado a Freud y lo tuviera de asesor para sus sesiones. El aspecto académico y conservador del profesor contrasta con su perfume; una colonia masculina de alguna marca de moda, de esas que se compran en los free-shops. Resulta evidente que el hombre aprovechó la pasada por el aeropuerto para abastecerse de perfume.
–Te presento al profesor Heidrich –dice Jaimovich–. El profesor es titular de una cátedra de teología en Munich, y además un gran experto en estudios filosóficos y teológicos.
Al escuchar ese nombre recuerdo la charla telefónica del día anterior. Hasta ese momento había olvidado el delito de mi psicólogo, pero ahora lo recuerdo, y mi enojo vuelve manifestándose claramente a través de la expresión de mi cara.
–Encantado de conocerlo –dice Heidrich, extendiendo su mano.
Acepto el saludo, pero mantengo mi expresión y no contesto.
–Sentémonos, por favor –se apura a decir Jaimovich, tratando de aliviar la tensión que se está generando–. Diego, comprendo tu enojo y te pido disculpas otra vez, pero te aseguro que el motivo que tuve para compartir con el profesor cierta información de tu última sesión está más que justificado. Ya lo vas a comprobar vos mismo. Por otra parte, esta no va a ser exactamente una sesión de terapia. La idea de esta reunión es más bien ponerte al tanto de la investigación que él está llevando a cabo, puesto que puede estar relacionada con lo que me contaste en la última sesión. Por otra parte, el profesor está interesado en hacerte unas preguntas para obtener alguna información adicional sobre lo que te ocurrió, ¿no es así, profesor?
–Efectivamente –completó Heidrich.
Miro alternativamente los rostros de ambos, tratando de decidir si debo continuar ahí sentado o si sería correcto saludarlos amablemente y volver a mi trabajo. Jaimovich me ofrece algo para tomar; otro gesto completamente inusual del psicólogo, que parece haber adivinado mis pensamientos y trata de convencerme para que me quede. Le acepto un café, tras lo cual el Jaimo se traslada hasta la diminuta cocina de su consultorio a servirlo.
–Permítame una pregunta –comienzo a decir al profesor, como para tomar las riendas de la conversación–. ¿Usted vino a Buenos Aires especialmente para hablar conmigo?
El profesor esboza una sonrisa comprensiva mientras se quita los anteojos y se frota los ojos, evidenciando el cansancio posterior a un largo viaje.
–Ya tenía viaje planeado a Buenos Aires para futuro, pero lo que Jaimovich contó a mí hizo que apurar mis planes. Quise venir cuanto antes.
Vuelve el psicólogo con mi taza de café y se mete en la conversación.
–Diego, sabemos que tenés que volver a tu trabajo, así que si no te molesta, quisiéramos empezar con las preguntas.
–Adelante.
–Bien –arranca Jaimovich–. Desde nuestra última sesión, ¿tuviste algún otro sueño, o algún hecho extraño que nos quieras contar?
Dirijo mis pupilas hacia arriba para explorar mi memoria, y recuerdo el sueño de la noche anterior, y la grabación. Les relato lo que recuerdo del sueño y les hago escuchar la grabación. Luego de escuchar atentamente, Heidrich le habla a Jaimovich en un idioma que no reconozco; imagino que puede ser hebreo. Podría tomar eso como un intento para dejarme fuera de la conversación, pero asumo que a Hedirich le resulta difícil decir lo que quiere en español, y por eso se lo dice a Jaimo en su idioma para que él traduzca.
–No pongo en duda que esto fue un sueño –explica el psicólogo–, pero quizás un sueño inducido por algún hecho externo. ¿Algo más que te haya ocurrido anoche?
La figura en el balcón.
–Sí, ahora que lo menciona, yo estaba mirando la TV en mi sillón, y cuando casi me estaba quedando dormido, me pareció ver una figura oscura descendiendo en el balcón de mi departamento. Eso me asustó un poco, así que abrí bien los ojos, pero entonces había desaparecido.
Los dos hombres se miran callados, como si conversaran por telepatía. Luego procede Jaimovich:
–Es probable que te estén vigilando, o cuidando. Una de dos.
Frunzo el ceño y lo miro unos segundos.
–¿Quiénes? ¿Por qué?
–Ya te vamos a explicar, pero antes, quisiera que me digas cuánto sabés de tu árbol genealógico, de tus antepasados.
–A ver, no mucho… –llevo mis manos al mentón en posición de pensar– Sé que mis abuelos paternos vivían en España, y vinieron a la Argentina en el 1900 y pico, como la mayoría de los inmigrantes españoles. Después, por el lado de mi madre, sé que es de familia griega. Su apellido es Costa, pero originalmente era con “k”, y cuando vinieron al país le cambiaron la “k” por una “c”. Pero mucho más que eso no sé. Realmente nunca me interesé por aprender sobre mis antepasados.
–Es una lástima, uno puede aprender mucho sobre sí mismo examinando sus raíces. ¿Tenés forma de conseguir algo más de información, por ejemplo, pidiéndole a tus padres?
–Bueno, a mis padres no los veo mucho, usted sabe, ellos son del interior. Pero si es importante, podría llamarlos a ver si me pueden ayudar en algo.
Heidrich lo mira a Jaimovich asintiendo con la cabeza.
–Sí, hacelo, creemos que es importante –concluye el psicólogo.
–Está bien, pero ¿qué es lo que les tendría que pedir, exactamente?
–Todos los datos que puedas sobre las familias de tus abuelos paternos y maternos. Nombres, ciudades natales, biografía, todo lo que puedas.
–Está bien, lo voy a hacer. Y entonces, ¿ahora sí podrían darme algunas explicaciones?
–No sé –dice Jaimovich–, se hizo bastante tarde, ¿no deberías volver a tu trabajo?
–No tiene importancia, ya se me va a ocurrir alguna excusa para el retraso. Prefiero quedarme un rato más y que me expliquen qué está pasando.
–Bien –Jaimovich toma aire para empezar la explicación–. A grandes rasgos, suponemos que un grupo de brujas cree que sos el elegido para cumplir una antigua profecía pagana.
Lo miro asombrado.
–Caramba… ¿qué profecía?