viernes, 24 de mayo de 2013

Recuerdos de familia

Es la 1 de la madrugada del sábado al momento de llegar a mi casa, pero a pesar de la hora, mi madre me espera despierta y con la cena servida. Igual que cuando volvía de estudiar, algunos años atrás. Mi padre se levanta para saludarme en cuanto me escucha llegar, pero al notar su cansancio, tanto mi mamá como yo lo dejamos ir de nuevo a dormir, cosa que acepta con agrado.

Escucho unos leves gemidos caninos provenientes del dormitorio de arriba.

–Es Bobi –explica mi mamá–. Desde hace un tiempo no anda muy bien.
–¿Por qué? ¿Qué le pasa?
–El veterinario lo vio y dice que es que está viejo, nomás, y que su corazón está débil. Desde hace un par de semanas casi no se levanta de su cucha, y ahora estos últimos días directamente no quiere comer. Pareciera que se está dejando morir.

Subo hasta el dormitorio a saludar a Bobi. Recuerdo cuando lo trajimos de cachorrito, yo entonces estaba aún en el colegio secundario. Desde un principio se acostumbró a dormir en mi cama, pero en cuanto comencé a tener picaduras de pulgas, debió mudarse a su cucha, aunque siguió pasando las noches en mi dormitorio.

Al verme, empieza a agitar la cola y transforma los gemidos en ladridos, pero no se levanta. Me agacho hasta su cucha y lo saludo con un abrazo.

–El veterinario nos recomendó que lo “pusiéramos a dormir” para que no sufra más, pero hasta ahora no tuvimos el valor de hacerlo –comenta Mamá, que había subido detrás de mi.
–No, por favor no lo hagan –le pido, y ante la idea de hacerle caso al veterinario, abrazo al perro más fuerte aún, y este mueve la cola con nuevos bríos.
–Andá a dormir, nene, que es tarde.
–Sí, ya voy –contesto, pero permanezco abrazado al perro durante unos cuantos minutos.

Sábado, 9:30 de la mañana. Me despierta el olor a café proveniente de la cocina. Bobi duerme plácidamente en su cucha.

Durante el desayuno, mi mamá me pone al corriente de las novedades del pueblo: los vecinos nuevos del barrio, la remodelación de la plaza, el supermercado que reabrió con nuevos dueños chinos, etc. Busco la forma de insertar en la conversación el tema que me preocupa, la verdadera razón de mi visita, y lo mejor que se me ocurre es preguntar por mis abuelos.

–Justo los fuimos a ver el fin de semana pasado –me cuenta mamá. –Andan bien. Todo lo bien que pueden a su edad, claro. ¿Por qué preguntás?

Mi mamá siempre fue muy perspicaz. Por su expresión resulta obvio que entiende que detrás de mi pregunta hay algún interés. Decido explicarle la situación de la forma más suave posible, tratando de no asustarla.

–Es que necesito averiguar algo sobre mi árbol genealógico.

La hago esperar un par de segundos antes de continuar la explicación, como para darle tiempo de analizar el tema. Continúo.

–Te cuento. Te acordás que te dije que estaba yendo a terapia, ¿no? –mi mamá asintió–. Bueno, en la última sesión le conté a mi psicólogo algunas cosas que me estuvieron pasando en estos días, y me sugirió que averigüe todo lo que pueda de mis antepasados.

La expresión de mi mamá empieza a tornarse en un gesto de preocupación. No lo dice, pero adivino que se está preguntando qué tiene que ver una cosa con la otra.

–¿Qué cosas te estuvieron pasando? –pregunta.
–Estuve teniendo algunos sueños raros… soñé con brujas y sacerdotes. Fijate nomás que en el viaje para acá me quedé dormido y soñé que era un cura de la época medieval. No te asustes, pero el tema es que mi psicólogo, en lugar de decirme simplemente que estoy loco (como hubiese preferido), pensó que detrás del asunto podría haber una secta de brujas de verdad, que me habrían elegido para cumplir una profecía o algo así.

Mi mamá se me queda mirando con un gesto que, a mi parecer, denota una total perplejidad, pero luego descubro que corresponde a una especie de entusiasmo. Su vista, que hasta ahora estaba fija en mí, comienza a ir de un lado para el otro, como asegurándose de que no haya nadie alrededor.

–No creo que tus abuelos te puedan ayudar mucho, pero tal vez yo sí –dice luego de un rato, y me deja solo en la cocina mientras va a buscar algo a la buhardilla.

Mi mamá guarda celosamente los objetos que heredó de sus antepasados en un arcón lleno de cosas aparentemente carentes de todo valor material. Ese arcón es el que trae con bastante dificultad desde la buhardilla.

–Acá hay varias cosas que te van a interesar –dice ella.
–Pará, pará un cachito –la detengo–. Todavía no te conté los detalles.
–No hace falta, creo que ya los sé.

Mi mamá empieza a revolver nerviosamente las cosas del arcón, en busca de algo en particular. La noto ansiosa, como si hubiera llegado un momento que esperó durante largo tiempo y quisiera apurar los hechos. No sé cuáles hechos, pero los quiere apurar.

Me pongo de pie y me asomo para ver qué hay dentro. Decenas de libros, papeles amarillentos con textos manuscritos, plumas, estatuillas de santos, crucifijos, rosarios, entre otros objetos. De pronto, el rostro de Mamá se ilumina cuando en el fondo del arcón encuentra una pequeña cajita forrada en terciopelo. La abre y de su interior saca un anillo, el cual coloca en mis manos. Es un anillo de oro incrustado en rubíes. El mismo que Eustaquio llevaba en mi sueño.

Tomo asiento y me quedo atónito mirando el anillo.

–Diego, ¿estás bien? ¿Te resulta familiar?
–Sí, lo ví en sueños –le contesto sin sacar la vista del anillo. Luego la miro a los ojos–. ¿Cómo lo conseguiste
?
–No te puedo explicar ahora. Pero es importante que mañana vayamos a la iglesia y hables con el Padre Ignacio.
–¿A la iglesia? Pero hace siglos que no voy… ¿El Padre Ignacio? ¿Es el mismo que me bautizó cuando yo era un bebé? No pensé que todavía estuviera vivo. Debe tener como doscientos años.
–No, es viejo, pero no tanto. Mañana lo vas a ver. Ah, otra cosa: por favor, no comentes nada de esto con tu papá.
–¿Por qué?
–Bueno, él no cree en estas cosas… pero esperá hasta mañana, que vas a entender todo.

miércoles, 1 de mayo de 2013

Un viaje y una visión



Jueves al mediodía. Aprovechando un rato de tranquilidad en la oficina llamo a mis padres. Después de un rato de espera, mi madre atiende el teléfono.
–¡Dieguito! ¡Qué sorpresa! ¿Cómo estás?
–Hola Mamá. Yo bien, ¿y ustedes cómo andan?
–Bien, bien. Tu padre está ahí peleándose con uno de los camiones que no andan, como siempre, y yo acá preparando la comida. ¿Vos estás trabajando?
–Sí, bueno, haciendo una pausa. Má, quisiera ir a visitarlos este fin de semana, ¿podré ir para allá?
–¡Sí, claro que sí! Vení cuando quieras. ¿Y por qué… digo, no te pasa algo malo, o sí?
–No, Má, estoy lo más bien, es que hace mucho que no voy a San Pedro, me va a venir bien ir allá y despejarme un poco, sacarme el stress...
–Ah, me parece muy bien. Entonces dale, vení nomás. ¿Cuándo vendrías, ya sabés?
–Me gustaría ir para allá mañana por la noche, si se puede.
–Perfecto, voy a arreglarte el cuarto por que está todo hecho un relajo.

. . .

El micro a San Pedro sale puntualmente a las siete de la tarde. Mientras el sol se pone, veo por la ventanilla cómo va cambiando el paisaje. Primero las autopistas atestadas de vehículos que se escapan de la ciudad para cambiar de ambiente durante el fin de semana; después, la ruta flanqueada por grandes centros comerciales y fábricas; finalmente, el campo. Mis párpados no resisten su propio peso y comienzan a cerrarse.

Bajo la luz de la tarde que atraviesa uno de los vitraux laterales de la nave de la catedral, la figura de Isabel parece la de un ángel. El inquisidor está dictando su sentencia de muerte, pero la serenidad y placidez de su rostro no se ve alterada. Antes de que los guardias del rey la lleven a su celda, me dirige una mirada tranquilizadora. En mi mente escucho su voz diciéndome “estaré bien, no te preocupes”. Una extraña pasión me consume por dentro; siento deseos de correr en su ayuda, de usar los poderes que el Señor me dio para neutralizar a los guardias y liberarla. Pero sé que no puedo. Sé que en el fondo es un deseo carnal el que me produce esos impulsos, y hace tiempo que he renunciado a la capacidad humana de amar y ser amado.
La veo desaparecer tras la puerta lateral de la catedral, con sus brazos encadenados, flanqueada por dos guardias. Siento que estoy dejando que se cometa un crimen injusto. Las pruebas en su contra fueron contundentes; fue encontrada en pleno ejercicio de la hechicería, en un ritual pagano, y hubo muchos testigos para respaldar la acusación. No pude argumentar nada en su defensa, a diferencia de otros juicios en donde las pruebas eran completamente infundadas y me fue fácil derribar la acusación. Pero aún así, siento en mi interior que es una mujer de bien.

Ya pasó la medianoche. En la soledad y oscuridad de mi recámara elevo mis plegarias por Isabel, rogando al Señor que mañana, luego de la ejecución, la reciba en su gloria. Ejecución. Esa palabra se me clava en el corazón cada vez que la asocio al nombre de Isabel. Un fuego me quema por dentro, una irrefrenable necesidad de hacer algo por ella. Siento que si la pierdo, enloqueceré. Ruego a Dios que me perdone, pero debo acudir en su ayuda.
Cubro mi cabeza con la capucha de mi sotana y me pongo mi anillo. No creo en talismanes o amuletos, pero siempre llevo mi anillo egipcio de oro cuando debo poner en práctica mi fe. El anillo me fue regalado por la primera persona que sané. Fue durante una misión por el continente africano, en la que me topé con una mujer que había contraído una rara enfermedad. Jamás acepto pago alguno por mis obras, pero este anillo apareció en mi bolsillo luego de la curación, y no tuve oportunidad de devolverlo.

Fue fácil obtener las llaves de la celda en donde Isabel espera su destino. Afortunadamente, el padre Mario, a quien esa noche le tocó oficiar de amo de llaves, tiene el sueño demasiado pesado como para despertarse por un manojo de llaves que tintinea cerca de sus oídos.
Por la mirilla de la puerta de la celda la veo sentada contra la pared, sus manos encadenadas detrás de sí, desvanecida por la sed y el hambre. Haciendo el menor ruido posible, abro la cerradura y entro a la celda. Isabel abre ligeramente los ojos y, al reconocerme, esboza una leve sonrisa, pero enseguida se desvanece nuevamente.
De rodillas junto a la hechicera, arremango mi sotana y tomo entre mis manos la cadena que aprisiona sus brazos. Cierro los ojos y agacho la cabeza para rogar al Señor que use mis manos como instrumento de su voluntad. Comienzo a visualizarlas convertidas en brasas incandescentes. Imagino el viento de un fuelle elevando su temperatura a rojo blanco. El intenso calor hace casi imposible respirar dentro de la celda. Noto que los eslabones de la cadena comienzan a ablandarse y luego a derretirse. Isabel ya está libre.

–Señor, llegamos a la terminal. Ya se bajaron todos los pasajeros, sólo queda usted.
La voz del guarda me despierta bruscamente. Abro los ojos y de a poco logro reconocer a la terminal de ómnibus de San Pedro.

Le indico al taxista la dirección de la casa de mis padres para que me lleve, pero indicándole el camino más largo, por dos motivos. El primero, por que quiero recorrer los lugares de San Pedro que me hacen acordar de mi niñez y mi adolescencia en este pueblo; el club, por ejemplo, que los viernes y sábados por la noche se convierte en cita obligada para los que se consideran en edad como para ir a bailar. Por suerte, ciertas cosas de estos pueblos pareciera que nunca cambian. El segundo motivo es que necesito algo de tiempo para grabar en mi celular el relato de lo que acabo de soñar durante el viaje.

La claridad de las imágenes y la abundancia de detalles del sueño ya no me sorprende. Incluso hay un par de datos que de seguro le van a interesar a Jaimo cuando se los cuente el lunes: el hecho de estar en la piel de Eustaquio de Aragón, quien aparentemente es algo así como mi tatara-tatarabuelo, y el hecho de que el rostro que Isabel tenía en mi sueño era ni más ni menos que el de la bruja Lara. Además, jamás en mi vida conocí la catedral de San Salvador, en Zaragoza, sin embargo estoy seguro de que sus vitrales eran, hace un par de siglos, exactamente como los vi en mi sueño. Y otra cosa, ¿cómo sé que la catedral en donde transcurrió mi sueño es la de San Salvador, en Zaragoza? Pero lo sé.