jueves, 6 de junio de 2013

Un descubrimiento y un milagro

Volver a misa después de tantos años sin ir me causa un cierto sentimiento de culpa, pero recuerdo la parábola del hijo pródigo y asumo que seré bienvenido, como lo fue el hijo perdido al regresar a la casa de su padre. Mi madre hace caso omiso de mis titubeos al recitar el credo y al cantar muchas de las canciones de la misa, cuyos textos no recitaba desde hacía muchísimo tiempo.

Tras el oficio religioso, mi madre se acerca al Padre Ignacio para hablarle a solas. Luego ella se me acerca para decirme que el Padre me espera en su oficina.

Mi mamá se queda esperando afuera mientras el párroco me invita a sentarme de un lado del escritorio, sentándose él del lado opuesto. Me observa sonriente, casi emocionado.

–Diego, cuántos años han pasado. Creeme que esperaba ansioso el momento de volver a verte.

No respondo, pues no sé qué decir. Trato infructuosamente de imaginar por qué este hombre podría estar ansioso de verme. Será cuestión de seguir escuchándolo, supongo.

–Tengo mucho para contarte y no sé por dónde empezar –hace una pausa para pensar, tras la cual inicia su relato–. Verás, yo vine de España a los veinte años, huyendo de la persecución franquista, como muchos de los inmigrantes españoles. Hasta ese entonces, mi vida no había tenido mucho sentido. Andaba sin rumbo, sin ningún objetivo. Por eso cuando vine a la Argentina decidí encarrilarme, empezar una nueva vida. Ahí me di cuenta de que tenía una misión. Sentí que ese era mi “llamado”, lo que me hizo sumarme a la iglesia. Me convertí en sacerdote, y después de un tiempo, la diócesis me dio la oportunidad de ser el párroco de esta iglesia. Así fue como me establecí en San Pedro.

Ignacio toma mi mano, y pasa el pulgar sobre el anillo de Eustaquio. Luego continúa su relato.

–Sabés, cuando veníamos de España eran muy pocas las cosas que podíamos traer. Yo debí elegir con mucho cuidado cada cosa, y entre las cosas que traje estaba ese anillo, el cual heredé de mi padre.
–¿Este anillo es suyo? –pregunto–. ¿Y por qué lo tenía mi mamá?
–Se lo di cuando supe que estaba embarazada de vos.
–Pero este anillo… es el que perteneció al Padre Eustaquio. No entiendo, ¿dice que su padre se lo dio?
–Si. Y a él también a su vez se lo dio su padre, es decir, mi abuelo.
–Sigo sin entender. Si es un legado familiar, ¿por qué se lo regaló a mi mamá?

Ignacio hace una pausa, y continúa luego de un profundo suspiro. Me mira a los ojos y habla con un tono más grave del que había empleado hasta ahora.

–Diego, esto que te voy a decir de seguro va a conmocionarte bastante.
–No se preocupe, a esta altura ya creo que estoy curado de espanto.
–Lo dudo –replica Ignacio–, pero no importa. Ha llegado la hora de que sepas esto. Verás, un tiempo después de haberme ordenado sacerdote, descubrí algo que… cómo decirlo… sacudió todos mis preceptos, me conmocionó tanto como puede conmocionarte lo que te voy a contar. Descubrí que pertenecía a un linaje que no podía interrumpirse conmigo. O dicho de otra forma, descubrí que había en mi sangre, por así decirlo, una herencia que debía transferir a una siguiente generación. Para ser más claro: necesitaba asegurarme una descendencia, un heredero.
–Ahá… ¿y entonces?
–Entonces conocí a tu mamá. Un par de años antes ella se había casado con tu papá. Recurría a mí con frecuencia en busca de consejo, por que se sentía atormentada pues parecía que no podía tener hijos. Ella creía ser infértil, y muy en su interior suponía que era por algún designio divino.
–Sí, ella siempre fue muy creyente –acoto–, y eso la acostumbró a creer que todas nuestras desgracias se deben a algún designio divino.
–Bueno, pues, algo de razón tenía, creo –sigue diciendo el cura–. Sabés, la primera vez que la vi me sentí sobresaltado, pues su rostro me era familiar: la había visto anteriormente en sueños. Y desde que me contó el problema que la atribulaba, muchas veces recé por ella, y leí con ella pasajes de la Biblia en los que podría encontrar consuelo. Pero volviendo a lo que te estaba contando, el hecho es que ella no era infértil, sino que tu papá lo era.
–¿Infértil? ¿Mi papá? ¡Eso es ridículo! ¿Y yo qué soy? ¿Cómo nací?

Ignacio se inclina un poco hacia delante sobre el escritorio y toma mis dos manos.

–Diego, escuchá con cuidado: tu padre no es tu padre.

Retiro las manos rápidamente y arrastro mi silla hacia atrás, como si el Padre Ignacio fuera en este momento una amenaza para mí. Me resisto a aceptar lo que acabo de escuchar.

–Eso es imposible –acompaño mis palabras con una risita nerviosa, con la que intento restar importancia a los hechos–. ¿Entonces quién es? ¿Cómo nací?

Ignacio se pone de pie y camina hacia mí, abriendo sus brazos, ofreciéndome un abrazo consolador. Instintivamente me pongo de pie y me alejo de él, caminando hacia atrás.

–Sos mi hijo –dice finalmente.

Sabía que estaba por decir eso, pero el haberlo escuchado me hace tambalear. Apoyándome en las paredes y en los muebles intento correr hacia la puerta de la oficina, como un animal enjaulado. Al salir de la habitación me detengo, y la veo a mi madre rodeada de varias figuras luminosas, angelicales, hermosas, que flotan a su alrededor. Su silueta está circundada por un aura luminosa y brillante. Restriego mis ojos, cierro fuertemente los párpados y los vuelvo a abrir, pero las luces y las figuras flotantes siguen allí. Camino dificultosamente hasta una banca y tomo asiento. Mi madre se sienta a mi lado y rodea mis hombros con su brazo. Agacho la cabeza y cubro mi cara con las manos, mientras un torrente de lágrimas comienza a brotar de mis ojos. Lloro como un niño desconsolado durante varios minutos, tras lo cual descubro mi rostro y abro los ojos. Allí está Ignacio, tomando la mano de Mamá. De pie a su lado hay otra figura, a la cual reconozco. También es un sacerdote. Es Eustaquio.

Lunes por la mañana. De nuevo en la ciudad, de nuevo en mi trabajo, pero todo es completamente diferente. De pronto suena el teléfono. Mamá.

–Hola Ma.
–¡Diego! ¡Dieguito! ¡Es un milagro!
–¿Qué pasó?
–Es Bobi. Esta mañana se levantó lo más bien y me vino a despertar para que lo dejara salir al jardín. ¡Se curó, Diego! ¡Vos lo curaste!

Mi primera curación. Mi primer milagro.