lunes, 2 de septiembre de 2013

Adiós a mi empleo

El mundo que me rodeaba parecía distinto. Miraba a mis compañeros de trabajo, caminando apurados llevando papeles de un lado a otro de la oficina, haciendo pausas para envenenarse con humo de cigarrillos, tratando de evitar sus responsabilidades mediante largas charlas triviales junto a la máquina de café, y me preguntaba qué los motivaba a repetir día tras día esa rutina viciada. Me preguntaba cómo hasta hace poco yo estaba “cómodo” en ese remolino, por qué me parecía algo natural, y por qué ahora no podía entender qué sentido tenía todo eso.

Por momentos me quedaba mirando un punto en el infinito, y luego de unos segundos las imágenes se transformaban. Las figuras físicas, reales, quedaban en segundo plano, y por delante, como pintados en una transparencia, tenues halos de color cubrían a cada persona.

Noté que, a excepción de unos pocos, todos los halos eran de colores opacos, apagados. Una de las excepciones era Vanesa, la telefonista. Siempre había pensado que su constante actitud alegre era una mera fachada, que detrás de esa inmutable sonrisa había una tristeza reprimida, o quizás un odio hacia ese trabajo que fingía hacer con tan buena disposición.

Sin embargo, ahora que veía su aura notablemente luminosa, me daba cuenta de que esa alegría no tenía nada de falso ni de fingido. Sentí una cierta envidia, complementada con deseos de aprender de ella. Me le acerqué para hablarle, pero no pude encontrar un momento en que pudiera hacer una pausa lo suficientemente larga como para que me contara más acerca de su constante buena disposición al trabajo. Mientras tanto, en mi escritorio, los papeles formaban una montaña creciente que exigía mi atención para achicarla.

Al tiempo que miraba la montaña de papeles, me preguntaba si no habría una mejor forma de utilizar mi tiempo, que no fuera cargando datos en una computadora para optimizar costos de fletes en embarques de comercio exterior. ¿Tan importante era que una empresa ahorrase dinero embarcando productos a otros países, como para que yo destinase tantas horas diarias a ese menester? Llevaba muchos años haciendo el mismo trabajo, y nunca, nunca antes, me había hecho esa pregunta, de tan natural y normal que me parecía dedicar mi vida a esa tarea.

Claro, la empresa recompensaba mi esfuerzo con un sueldo que me permitía subsistir y –merced a un lento y trabajoso ahorro– confiar en que algún día en el futuro podría seguir viviendo sin trabajar.

En definitiva, lo que me mantenía haciendo mi trabajo día tras día era un mero instinto de supervivencia y la ilusión de, algún día, poder disfrutar de la vida sin necesidad de esforzarme. Si tenía mucha suerte, ese día llegaría antes de tener edad para jubilarme. ¿Disfrutar de la vida? ¿Por qué no podía hacerlo en ese momento? ¿Por qué tendría que esperar tanto?

En mi mente se dibujó un futuro posible. En la imagen estaba yo, mucho más viejo. Me estaba preguntando para qué había empleado mi vida. Y la respuesta me avergonzaba: me había dedicado únicamente a subsistir, pasando mi tiempo a la espera de que llegara cada fin de mes para cobrar el sueldo que me daría sustento por otros treinta días.

No tenía sentido. La observé otra vez detenidamente a Vanesa por unos minutos y entonces comprendí. Vi que su aura se conectaba mediante sutiles hilos de luz con las de las personas con quienes interactuaba. Un poco de su brillo se transmitía a cada persona con la que hablaba; luego de hablar con ella, todos seguían su camino un poco más iluminados.

Ese era su lugar. A través de la atención de los teléfonos y del escritorio de recepción, Vanesa hacía mucho más que derivar llamadas, orientar a visitantes y organizar agendas. Su misión, en un plano superior, era conducir energías. Quizás en una vida anterior había sido oficial de tránsito. Mediante sus aparentemente simples tareas, Vanesa lograba que las energías fluyeran, evitando que se atascaran. Por eso yo sentía envidia, por que ella estaba llevando a cabo su misión; quizás sin ser consciente de ello. Por eso ella hacía su trabajo con alegría y satisfacción, cosa que yo no lograba de ninguna forma.

Entendí que no tenía nada más que hacer en esa oficina. En ese preciso momento se acercó a mi escritorio Javier, ese compañero de trabajo con el que siempre podía contar cuando necesitaba ayuda. Es curioso como a veces los hechos muestran una perfecta sincronía.

Javier empezó a formularme una pregunta sobre unos embarques, pero lo frené.

–¿No te gustaría hacer mi trabajo? –le pregunté.

Javier se quedó atónito, así que aproveché su aturdimiento para arremeter con más decisión.

–Vos conocés perfectamente mis tareas, siempre me reemplazaste en mis vacaciones, sos totalmente capaz de cubrir mi puesto. Vení, sentate en mi lugar, a partir de hoy va a ser el tuyo.

Me levanté y lo abracé. Su aturdimiento era cada vez mayor, lo cual quizás contribuyó a que siguiera mis instrucciones sin chistar.

–¿Y vos qué vas a hacer? –preguntó, luego de recorrer con la vista todo lo que había en mi escritorio, que ahora era el suyo.

–Tengo muchas cosas que hacer, y quiero empezar cuanto antes.

Acto seguido fui a despedirme de mi jefe. Recibió la noticia de mi partida tan aturdido como Javier, con lo cual no pudo objetar mi decisión. Un capítulo de mi vida había terminado.