jueves, 11 de julio de 2013

Comienzo de una nueva vida

Del viaje de regreso desde San Pedro no me quedaron recuerdos del camino, ni de los demás pasajeros, ni siquiera de cómo era el micro en el que viajé. Sólo recuerdo las nubes del atardecer, y cómo las manipulaba a mi antojo, agrupándolas o esparciéndolas, dándoles forma, mientras tomaba consciencia del poder que se había desatado en mí, tras la conmoción que significó descubrir la historia de mi verdadero padre.

Recuerdo cómo me visualizaba a mí mismo y a mi entorno, observando el entramado de energías que me unía a cada ser y cada objeto a mi alrededor. Recuerdo cómo miraba ese entramado con cierto temor, sabiendo que cada acción mía o de los demás tenía efecto sobre esas delicadas líneas de energía. Recuerdo cómo tomaba consciencia, de a poco, de la enorme responsabilidad que implicaba el uso de mis nuevos poderes. Recuerdo cómo caía en la cuenta de lo mucho que tendría por aprender.

En las horas que pasé en San Pedro luego de esa primera experiencia mística en la iglesia, y antes de emprender el regreso a la ciudad, Ignacio y mi mamá me hablaron durante un largo rato para explicarme cómo las revelaciones que ambos tuvieron en sueños los llevaron a cometer el pecado que me dio origen. Me contaron acerca de los días sombríos y confusos que siguieron a aquel hecho, en los que debían decidir qué hacer. Dudaban si confesar la verdad a mi padre (o mejor dicho, a mi padre adoptivo) o dejarlo vivir en el engaño; dudaban si Ignacio debía dejar los hábitos o si debía confesarse, aceptar las penitencias que le correspondieran y continuar su trabajo eclesiástico; dudaban si debían huir juntos o continuar sus vidas normalmente. Finalmente decidieron que lo mejor era ocultar la verdad, y esperar hasta este día para revelarla, pero solo ante mí.

Mi mamá repitió varias veces que nunca había dejado de amar a mi padre, pero la necesidad que sentía de tener un hijo era tan fuerte en su corazón que lo dejó todo a un lado para satisfacerla.

Noté que ambos habían llevado un sentimiento de culpa durante los treinta años transcurridos desde aquél hecho, y al contármelo se estaban librando de una carga muy pesada. De alguna extraña forma, me había convertido en confesor de ambos.

En esos momentos me preocupaba por cómo miraría yo a mi padre ahora que conocía la verdad. Al volver de la iglesia, durante el almuerzo dominical, lo miré a los ojos, y supe que él sabía la verdad, pero nunca dijo nada al respecto. De pronto sentí una gran admiración por ese hombre, que cuidó y crió como propio a un hijo ilegítimo. Entendí que él se había convencido a sí mismo de que yo había sido un milagro, fruto de las continuas plegarias de mi mamá, en lugar de pensar en mí como la consecuencia de una infidelidad de su esposa.

Esa noche, de vuelta en mi departamento, no dormí. Es decir, sí durmió mi cuerpo, pero durante el descanso de éste, mi consciencia viajó en un sueño lúcido. Había oído hablar de los sueños conscientes, pero nunca había experimentado uno. Lo que sabía era que, en esos sueños, uno tiene la libertad de viajar a donde quiera. Lógicamente, opté por volar. Volé por encima de la ciudad, viéndola desde arriba, observando cómo los colores de luz que emanaba cada persona revelaban sus estados anímicos. Supuse que esa luz era lo que llaman aura. No conocía el significado de los colores del aura, pero pude intuir que la opacidad de los colores de la mayoría de las personas revelaba un estado de desánimo, confusión o falta de sentido en sus vidas. Supuse que mi aura debía haber tenido la misma opacidad unos días atrás.

El lunes siguiente, en la oficina, cuando escuché el relato de mi madre sobre el milagro que había obrado con mi perro, comprendí que mis nuevos poderes no habían nacido en mí por azar. Supe que debía encauzarlos con algún propósito, aunque no sabía aún cuál.