jueves, 16 de octubre de 2014

Canción gitana

Pareciera que no sos el mismo –dijo Lara con una gran sonrisa en cuanto me senté frente a ella, luego de saludarla con un largo beso. Le devolví la sonrisa.

El bar estaba igual que la primera vez que me encontré con ella. Unos pocos parroquianos, semipenumbra, silencio, Mateo sacando lustre a la barra con su eterna franela.

–No, claro que no lo soy –le contesté–. Siento como si hubiera nacido de nuevo.

Lara arqueó las cejas mientras sonreía, en un gesto de admiración.

–¿Cuáles son tus planes, de ahora en más? –preguntó.

Me puse serio antes de contestar.

–Una de las cosas que quisiera hacer, si vos y tus hermanas me lo permiten, es asumir mis responsabilidades como padre.

Noté que a Lara le sorprendió mi respuesta, a juzgar por la expresión con la que se quedó mirándome.

–¿No esperabas esa respuesta? –le pregunté.
–En verdad no. Pensé que sería difícil convencerte para que asumieras tu rol de padre. Al fin y al cabo, no fue tu decisión, nosotras te obligamos.
–No fue mi decisión, pero sí era mi destino.
–¡Cuánta sabiduría! –rió Lara–. Contame qué pasó el fin de semana, quiero saber cómo te convertiste en filósofo.

Le conté lo más detalladamente que pude los hechos del fin de semana, incluyendo la revelación que tuve sobre mi ascendencia, el milagro que había obrado con Bobi, las habilidades que desarrollé sin querer, etc.

–Por lo visto, la profecía no se equivocaba –dijo luego de escucharme con atención.
–¿Podrías contarme qué dice exactamente esa profecía? ¿Está escrita en algún lado donde la pueda leer?
–No está escrita. Es decir, a través del tiempo han aparecido algunas versiones escritas por investigadores que intentaron interpretarla, pero sólo generan confusión. No conviene leerlas. En realidad, la profecía está en las estrofas de unas canciones.
–¿Canciones?
–Sí. Varias canciones que me enseñaron cuando era apenas una nena. Mis hermanas también las saben, y mi mamá, sus hermanas, mi abuela, y todas las generaciones anteriores hasta las mismas hijas de Samanta. Las escribió una gitana vidente de la tribu en la que se refugió Samanta cuando huía de la inquisición. Las escribió antes de que ella llegase, así que predice incluso su llegada a la tribu. Esta gitana pensó que escribir las profecías como canciones serviría para que se transmitieran intactas de generación en generación, y no se equivocó.
–Bueno, y ¿qué dicen las canciones?
–Están en Romaní, no las entenderías.
–¿En qué?
–Romaní, la lengua gitana.
–¿Pero vos las entendés o sólo las repetís de memoria?
–Las entiendo.
–Entonces podés traducírmelas…
Lara resopló fingiendo fastidio, pero aceptó mi solicitud.
–No es fácil –dijo luego de repasar mentalmente la letra de la canción–. Aparte son muy largas. Pero puedo intentar recitarte algunas estrofas en castellano. A ver… esta te va a gustar.
Lara tomó aire y comenzó a cantar en voz baja una tonada que tenía aires de música flamenca.

Siete flores atraparán
a un descuidado picaflor.
Una de ellas se impregnará
con el néctar de su espolón.

No pude evitar reírme un poco.

–Esta gitana además era poeta –comenté cuando se me pasó la risa–. Es muy gráfico, y casi te diría que hasta un poco pornográfico.

Lara tampoco pudo contener la risa al escuchar mi comentario. Un par de los escasos clientes del bar voltearon para vernos, dado que nuestras risas habían interrumpido la serenidad del lugar. Comenzamos a hablar más bajo, evidenciando una leve vergüenza. Luego de unos segundos, Lara se puso seria.

–No te lo tomes a la risa, es un asunto serio –me reprendió.
–No, no. Ya lo sé, ya lo sé. Perdón. Pero más allá del hecho llamativo de que una gitana que vivió hace como quinientos años se haya referido específicamente a mí como un “descuidado picaflor”, lo que me interesa es saber qué me depara el futuro.
–Eso es lo que quiere todo el mundo, y gracias eso vivimos las brujas –bromeó Lara–. Pero el problema de esta profecía es que utiliza metáforas para todo, como una forma de ocultar el mensaje. Igual que lo que hizo Nostradamus. Fijate que el significado preciso de cada estrofa se entiende recién después de ocurrido el hecho al que hace referencia. Por ejemplo, si hubieras escuchado lo de las flores y el picaflor hace un tiempo, ¿hubieras entendido lo que iba a pasar?

Hizo una pausa mientras me miraba a los ojos, pensativa, y luego continuó.

–Ahora que pienso, hay una estrofa que está especialmente pensada para vos. Dice así:

El picaflor deberá escuchar
las estrofas de esta canción
pero no con sus oídos
sino con su corazón.

–Mmmm… eso me hace acordar al Principito –bromeé.
–¿El principito? –preguntó Lara.
–¡No me digas que no lo conocés! Es un libro famosísimo. Antoine de Saint Exupéry. ¿No? ¿De verdad ?
–De verdad. ¡Perdoname la vida por no conocerlo!
–No, está bien, disculpame vos. Pero no cambiemos de tema, seguí cantándome esa canción profética.

Lara continuó recitando versos de la canción de la gitana, pero yo no les encontraba sentido. Había algunos en donde se volvía a mencionar al picaflor. Me los repitió varias veces, pero por más esfuerzos que hacía, no lograba relacionarlos con ningún hecho o cosa concreta.

–No hay caso, aunque me haga acordar del Principito, no sé a qué se refiere con eso de “escuchar con el corazón” –dije al cabo de un rato.
–Tal vez yo pueda ayudarte –dijo Lara tomándome de las manos–. Voy a repetir varias veces estos versos. Vos mirame a los ojos y poné la mente en blanco, sin prestar atención a las palabras.

Le hice caso. La miré fijo a sus intensos ojos negros, mientras ella cantaba.

El picaflor deberá aprender
a volar entre lenguas de fuego.
Entonces sabrá sortear
los obstáculos del destino.

Enseguida comencé a sentir que los ojos de Lara eran dos remolinos que me atraían inevitablemente, llevándome hasta lo más profundo de su alma. La voz que llegaba a mis oídos ya no era la suya; era la de una anciana, y el idioma ya no era el castellano. Supuse que era Romaní, y que la anciana que cantaba era la gitana que escribió la canción.

Los versos dejaron de llegarme en forma de sonido; ahora eran imágenes. Por unos segundos pude ver a un picaflor volando entre llamas. Enseguida ese picaflor se transformó en una persona. Era yo mismo, caminando por un pasillo lleno de humo. Al final del pasillo había una puerta. Un brillo rojizo escapaba por las rendijas, señal de que detrás de la puerta había fuego.

La falta de oxígeno no parecía afectarme. Caminé hasta la puerta y la abrí. El humo y el calor me golpearon con fuerza. Ninguna persona podría entrar en esa habitación y salir por sus propios medios, pero yo entré ignorando esa verdad. Las llamas estaban ya extinguiéndose. En el piso había varios cuerpos. No podía ver sus rostros, sólo distinguí formas humanas. Me acerqué a cada uno de ellos; aún estaban con vida, pero desvanecidos. Los alcé y los llevé al exterior, uno por uno, hasta que todos estuvieron a salvo.

Entre el humo de la habitación apareció una gran bola de fuego suspendida en el aire, que descendía lentamente en dirección al suelo. El humo se dispersó y la luz de la bola de fuego iluminó una de las paredes, que estaba escrita con inscripciones y dibujos incomprensibles; al menos para mí. Uno de los dibujos (que a priori parecía una casa, o alguna clase de edificio) salió de la pared y adquirió forma humana. No, no era forma humana. Era una sombra con la silueta de una bestia o un demonio, o quizás de “el” demonio. La sombra creció hasta abarcarlo todo.

Los remolinos que antes me habían tragado, ahora me expulsaron violentamente fuera de esa visión, de regreso a mi silla frente a Lara. Estaba bañado en sudor, temblando y respirando agitadamente. Lara había dejado de recitar.

jueves, 27 de marzo de 2014

Jaimóvich, mi nuevo amigo

Por la noche acudí a mi cita habitual de los lunes con Jaimovich. Fui decidido a despedirme de él, de la misma forma en que me había despedido de mi trabajo y de mis compañeros, ya que no necesitaría más de sus servicios. Claro que, antes de decirle adiós, pensaba ponerlo al tanto de lo ocurrido desde el viernes último, dado el interés personal que él había demostrado con respecto a mi situación y a mis problemas. Sin embargo, en lugar de despedirme de él, terminé dándole un lugar aún más importante en esta nueva etapa de mi vida.

Cuando terminé de contarle sobre los hechos del fin de semana, me miró con una sonrisa emocionada.

–Me alegro mucho por vos –dijo, mientras apoyaba su mano sobre mi hombro.

Luego se quitó los anteojos y comenzó a limpiarlos con una franela, mientras elegía sus próximas frases. Continuó:

–Diego, entiendo que no vas a necesitar más de la terapia, ya que, por lo que me contás, vos mismo podés ver lo que pasa por tu subconsciente con mucha más claridad de lo que yo lo puedo hacer con las técnicas que me enseñaron en la universidad. Sin embargo, me gustaría que nos siguiéramos viendo, aunque no como profesional y paciente, sino más bien como amigos.

Hizo una pausa para colocarse nuevamente los anteojos, tras lo cual me miró fijamente a los ojos y continuó hablando con un tono más grave.

–Quizás aún no hayas tomado conciencia de esto, pero, Diego, lo que vos estás logrando en estos días es algo que la mayoría de la gente no logra en toda su vida: descubrir cuál es tu propósito en la vida. Sin embargo, eso tal vez te signifique más una carga que una bendición. Pensá que aquella noche, con las brujas, iniciaste una transformación para vos mismo y tal vez para el mundo entero.

Me tomó con fuerza de los dos hombros, sacudiéndome casi como si quisiera reanimarme luego de un desmayo, y prosiguió.

–Lo que quiero explicarte, Diego, es que esa noche generaste una gran responsabilidad para vos mismo. Contribuiste a concebir a una persona que podría cambiar el destino de toda la humanidad. Como padre de esa criatura en gestación, tendrás la obligación de cuidarlo como un tesoro. Cuando nazca, deberás criarlo y conducirlo por la vida por la senda correcta. Supongo que no te va a ser fácil, y es por eso que yo quiero, de la forma que pueda, ayudarte en esa tarea.

El Jaimo tuvo razón en algo: aún no había tomado conciencia de ello. Me lo quedé mirando un rato mientras procesaba toda esa nueva información. Hasta ese momento, pensaba que el hijo que había ayudado a concebir habría de ser únicamente responsabilidad de las brujas; al fin y al cabo, ellas me habían obligado a hacerlo. Pero ahora estaba todo más claro.

El psicólogo miró su reloj. Llevábamos ya una hora y media hablando.

–Diego, me gustaría que siguiéramos hablando de esto –dijo–, pero no aquí, en el consultorio. Venite un día a mi casa; acá te anoto la dirección –me entregó un papel escrito con letra de médico en el que figuraba la dirección de su domicilio particular–. Vení cuando quieras, nada más avisame antes así te espero.

Al salir del consultorio de mi ex psicólogo me encontré con que había comenzado a llover. En situaciones como ésta mi antiguo yo hubiera buscado refugio, o conseguido un taxi para llegar a mi departamento, seco y acogedor, lo antes posible. Pero mi nuevo yo no seguía mis antiguos instintos. Fue por eso que me quedé parado en la vereda, bajo la lluvia, y cerré los ojos mientras levantaba mis brazos y colocaba las palmas hacia arriba para recibir el regalo líquido del cielo. Procuré anular mis sentidos y permanecí allí por un rato.
En seguida, mi mente viajó hasta el interior de Mateo’s, y allí la vi a Lara, sentada en la misma silla donde la encontré por primera vez; aunque no con el mismo atuendo: esta vez estaba con ropa común, semejante a la que usaba cuando se apareció mágicamente en mi departamento. Ella también estaba con los ojos cerrados, y sonriendo. Sentía mi presencia. Decidí ir físicamente a encontrarme ella.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Adiós a mi empleo

El mundo que me rodeaba parecía distinto. Miraba a mis compañeros de trabajo, caminando apurados llevando papeles de un lado a otro de la oficina, haciendo pausas para envenenarse con humo de cigarrillos, tratando de evitar sus responsabilidades mediante largas charlas triviales junto a la máquina de café, y me preguntaba qué los motivaba a repetir día tras día esa rutina viciada. Me preguntaba cómo hasta hace poco yo estaba “cómodo” en ese remolino, por qué me parecía algo natural, y por qué ahora no podía entender qué sentido tenía todo eso.

Por momentos me quedaba mirando un punto en el infinito, y luego de unos segundos las imágenes se transformaban. Las figuras físicas, reales, quedaban en segundo plano, y por delante, como pintados en una transparencia, tenues halos de color cubrían a cada persona.

Noté que, a excepción de unos pocos, todos los halos eran de colores opacos, apagados. Una de las excepciones era Vanesa, la telefonista. Siempre había pensado que su constante actitud alegre era una mera fachada, que detrás de esa inmutable sonrisa había una tristeza reprimida, o quizás un odio hacia ese trabajo que fingía hacer con tan buena disposición.

Sin embargo, ahora que veía su aura notablemente luminosa, me daba cuenta de que esa alegría no tenía nada de falso ni de fingido. Sentí una cierta envidia, complementada con deseos de aprender de ella. Me le acerqué para hablarle, pero no pude encontrar un momento en que pudiera hacer una pausa lo suficientemente larga como para que me contara más acerca de su constante buena disposición al trabajo. Mientras tanto, en mi escritorio, los papeles formaban una montaña creciente que exigía mi atención para achicarla.

Al tiempo que miraba la montaña de papeles, me preguntaba si no habría una mejor forma de utilizar mi tiempo, que no fuera cargando datos en una computadora para optimizar costos de fletes en embarques de comercio exterior. ¿Tan importante era que una empresa ahorrase dinero embarcando productos a otros países, como para que yo destinase tantas horas diarias a ese menester? Llevaba muchos años haciendo el mismo trabajo, y nunca, nunca antes, me había hecho esa pregunta, de tan natural y normal que me parecía dedicar mi vida a esa tarea.

Claro, la empresa recompensaba mi esfuerzo con un sueldo que me permitía subsistir y –merced a un lento y trabajoso ahorro– confiar en que algún día en el futuro podría seguir viviendo sin trabajar.

En definitiva, lo que me mantenía haciendo mi trabajo día tras día era un mero instinto de supervivencia y la ilusión de, algún día, poder disfrutar de la vida sin necesidad de esforzarme. Si tenía mucha suerte, ese día llegaría antes de tener edad para jubilarme. ¿Disfrutar de la vida? ¿Por qué no podía hacerlo en ese momento? ¿Por qué tendría que esperar tanto?

En mi mente se dibujó un futuro posible. En la imagen estaba yo, mucho más viejo. Me estaba preguntando para qué había empleado mi vida. Y la respuesta me avergonzaba: me había dedicado únicamente a subsistir, pasando mi tiempo a la espera de que llegara cada fin de mes para cobrar el sueldo que me daría sustento por otros treinta días.

No tenía sentido. La observé otra vez detenidamente a Vanesa por unos minutos y entonces comprendí. Vi que su aura se conectaba mediante sutiles hilos de luz con las de las personas con quienes interactuaba. Un poco de su brillo se transmitía a cada persona con la que hablaba; luego de hablar con ella, todos seguían su camino un poco más iluminados.

Ese era su lugar. A través de la atención de los teléfonos y del escritorio de recepción, Vanesa hacía mucho más que derivar llamadas, orientar a visitantes y organizar agendas. Su misión, en un plano superior, era conducir energías. Quizás en una vida anterior había sido oficial de tránsito. Mediante sus aparentemente simples tareas, Vanesa lograba que las energías fluyeran, evitando que se atascaran. Por eso yo sentía envidia, por que ella estaba llevando a cabo su misión; quizás sin ser consciente de ello. Por eso ella hacía su trabajo con alegría y satisfacción, cosa que yo no lograba de ninguna forma.

Entendí que no tenía nada más que hacer en esa oficina. En ese preciso momento se acercó a mi escritorio Javier, ese compañero de trabajo con el que siempre podía contar cuando necesitaba ayuda. Es curioso como a veces los hechos muestran una perfecta sincronía.

Javier empezó a formularme una pregunta sobre unos embarques, pero lo frené.

–¿No te gustaría hacer mi trabajo? –le pregunté.

Javier se quedó atónito, así que aproveché su aturdimiento para arremeter con más decisión.

–Vos conocés perfectamente mis tareas, siempre me reemplazaste en mis vacaciones, sos totalmente capaz de cubrir mi puesto. Vení, sentate en mi lugar, a partir de hoy va a ser el tuyo.

Me levanté y lo abracé. Su aturdimiento era cada vez mayor, lo cual quizás contribuyó a que siguiera mis instrucciones sin chistar.

–¿Y vos qué vas a hacer? –preguntó, luego de recorrer con la vista todo lo que había en mi escritorio, que ahora era el suyo.

–Tengo muchas cosas que hacer, y quiero empezar cuanto antes.

Acto seguido fui a despedirme de mi jefe. Recibió la noticia de mi partida tan aturdido como Javier, con lo cual no pudo objetar mi decisión. Un capítulo de mi vida había terminado.

jueves, 11 de julio de 2013

Comienzo de una nueva vida

Del viaje de regreso desde San Pedro no me quedaron recuerdos del camino, ni de los demás pasajeros, ni siquiera de cómo era el micro en el que viajé. Sólo recuerdo las nubes del atardecer, y cómo las manipulaba a mi antojo, agrupándolas o esparciéndolas, dándoles forma, mientras tomaba consciencia del poder que se había desatado en mí, tras la conmoción que significó descubrir la historia de mi verdadero padre.

Recuerdo cómo me visualizaba a mí mismo y a mi entorno, observando el entramado de energías que me unía a cada ser y cada objeto a mi alrededor. Recuerdo cómo miraba ese entramado con cierto temor, sabiendo que cada acción mía o de los demás tenía efecto sobre esas delicadas líneas de energía. Recuerdo cómo tomaba consciencia, de a poco, de la enorme responsabilidad que implicaba el uso de mis nuevos poderes. Recuerdo cómo caía en la cuenta de lo mucho que tendría por aprender.

En las horas que pasé en San Pedro luego de esa primera experiencia mística en la iglesia, y antes de emprender el regreso a la ciudad, Ignacio y mi mamá me hablaron durante un largo rato para explicarme cómo las revelaciones que ambos tuvieron en sueños los llevaron a cometer el pecado que me dio origen. Me contaron acerca de los días sombríos y confusos que siguieron a aquel hecho, en los que debían decidir qué hacer. Dudaban si confesar la verdad a mi padre (o mejor dicho, a mi padre adoptivo) o dejarlo vivir en el engaño; dudaban si Ignacio debía dejar los hábitos o si debía confesarse, aceptar las penitencias que le correspondieran y continuar su trabajo eclesiástico; dudaban si debían huir juntos o continuar sus vidas normalmente. Finalmente decidieron que lo mejor era ocultar la verdad, y esperar hasta este día para revelarla, pero solo ante mí.

Mi mamá repitió varias veces que nunca había dejado de amar a mi padre, pero la necesidad que sentía de tener un hijo era tan fuerte en su corazón que lo dejó todo a un lado para satisfacerla.

Noté que ambos habían llevado un sentimiento de culpa durante los treinta años transcurridos desde aquél hecho, y al contármelo se estaban librando de una carga muy pesada. De alguna extraña forma, me había convertido en confesor de ambos.

En esos momentos me preocupaba por cómo miraría yo a mi padre ahora que conocía la verdad. Al volver de la iglesia, durante el almuerzo dominical, lo miré a los ojos, y supe que él sabía la verdad, pero nunca dijo nada al respecto. De pronto sentí una gran admiración por ese hombre, que cuidó y crió como propio a un hijo ilegítimo. Entendí que él se había convencido a sí mismo de que yo había sido un milagro, fruto de las continuas plegarias de mi mamá, en lugar de pensar en mí como la consecuencia de una infidelidad de su esposa.

Esa noche, de vuelta en mi departamento, no dormí. Es decir, sí durmió mi cuerpo, pero durante el descanso de éste, mi consciencia viajó en un sueño lúcido. Había oído hablar de los sueños conscientes, pero nunca había experimentado uno. Lo que sabía era que, en esos sueños, uno tiene la libertad de viajar a donde quiera. Lógicamente, opté por volar. Volé por encima de la ciudad, viéndola desde arriba, observando cómo los colores de luz que emanaba cada persona revelaban sus estados anímicos. Supuse que esa luz era lo que llaman aura. No conocía el significado de los colores del aura, pero pude intuir que la opacidad de los colores de la mayoría de las personas revelaba un estado de desánimo, confusión o falta de sentido en sus vidas. Supuse que mi aura debía haber tenido la misma opacidad unos días atrás.

El lunes siguiente, en la oficina, cuando escuché el relato de mi madre sobre el milagro que había obrado con mi perro, comprendí que mis nuevos poderes no habían nacido en mí por azar. Supe que debía encauzarlos con algún propósito, aunque no sabía aún cuál.

jueves, 6 de junio de 2013

Un descubrimiento y un milagro

Volver a misa después de tantos años sin ir me causa un cierto sentimiento de culpa, pero recuerdo la parábola del hijo pródigo y asumo que seré bienvenido, como lo fue el hijo perdido al regresar a la casa de su padre. Mi madre hace caso omiso de mis titubeos al recitar el credo y al cantar muchas de las canciones de la misa, cuyos textos no recitaba desde hacía muchísimo tiempo.

Tras el oficio religioso, mi madre se acerca al Padre Ignacio para hablarle a solas. Luego ella se me acerca para decirme que el Padre me espera en su oficina.

Mi mamá se queda esperando afuera mientras el párroco me invita a sentarme de un lado del escritorio, sentándose él del lado opuesto. Me observa sonriente, casi emocionado.

–Diego, cuántos años han pasado. Creeme que esperaba ansioso el momento de volver a verte.

No respondo, pues no sé qué decir. Trato infructuosamente de imaginar por qué este hombre podría estar ansioso de verme. Será cuestión de seguir escuchándolo, supongo.

–Tengo mucho para contarte y no sé por dónde empezar –hace una pausa para pensar, tras la cual inicia su relato–. Verás, yo vine de España a los veinte años, huyendo de la persecución franquista, como muchos de los inmigrantes españoles. Hasta ese entonces, mi vida no había tenido mucho sentido. Andaba sin rumbo, sin ningún objetivo. Por eso cuando vine a la Argentina decidí encarrilarme, empezar una nueva vida. Ahí me di cuenta de que tenía una misión. Sentí que ese era mi “llamado”, lo que me hizo sumarme a la iglesia. Me convertí en sacerdote, y después de un tiempo, la diócesis me dio la oportunidad de ser el párroco de esta iglesia. Así fue como me establecí en San Pedro.

Ignacio toma mi mano, y pasa el pulgar sobre el anillo de Eustaquio. Luego continúa su relato.

–Sabés, cuando veníamos de España eran muy pocas las cosas que podíamos traer. Yo debí elegir con mucho cuidado cada cosa, y entre las cosas que traje estaba ese anillo, el cual heredé de mi padre.
–¿Este anillo es suyo? –pregunto–. ¿Y por qué lo tenía mi mamá?
–Se lo di cuando supe que estaba embarazada de vos.
–Pero este anillo… es el que perteneció al Padre Eustaquio. No entiendo, ¿dice que su padre se lo dio?
–Si. Y a él también a su vez se lo dio su padre, es decir, mi abuelo.
–Sigo sin entender. Si es un legado familiar, ¿por qué se lo regaló a mi mamá?

Ignacio hace una pausa, y continúa luego de un profundo suspiro. Me mira a los ojos y habla con un tono más grave del que había empleado hasta ahora.

–Diego, esto que te voy a decir de seguro va a conmocionarte bastante.
–No se preocupe, a esta altura ya creo que estoy curado de espanto.
–Lo dudo –replica Ignacio–, pero no importa. Ha llegado la hora de que sepas esto. Verás, un tiempo después de haberme ordenado sacerdote, descubrí algo que… cómo decirlo… sacudió todos mis preceptos, me conmocionó tanto como puede conmocionarte lo que te voy a contar. Descubrí que pertenecía a un linaje que no podía interrumpirse conmigo. O dicho de otra forma, descubrí que había en mi sangre, por así decirlo, una herencia que debía transferir a una siguiente generación. Para ser más claro: necesitaba asegurarme una descendencia, un heredero.
–Ahá… ¿y entonces?
–Entonces conocí a tu mamá. Un par de años antes ella se había casado con tu papá. Recurría a mí con frecuencia en busca de consejo, por que se sentía atormentada pues parecía que no podía tener hijos. Ella creía ser infértil, y muy en su interior suponía que era por algún designio divino.
–Sí, ella siempre fue muy creyente –acoto–, y eso la acostumbró a creer que todas nuestras desgracias se deben a algún designio divino.
–Bueno, pues, algo de razón tenía, creo –sigue diciendo el cura–. Sabés, la primera vez que la vi me sentí sobresaltado, pues su rostro me era familiar: la había visto anteriormente en sueños. Y desde que me contó el problema que la atribulaba, muchas veces recé por ella, y leí con ella pasajes de la Biblia en los que podría encontrar consuelo. Pero volviendo a lo que te estaba contando, el hecho es que ella no era infértil, sino que tu papá lo era.
–¿Infértil? ¿Mi papá? ¡Eso es ridículo! ¿Y yo qué soy? ¿Cómo nací?

Ignacio se inclina un poco hacia delante sobre el escritorio y toma mis dos manos.

–Diego, escuchá con cuidado: tu padre no es tu padre.

Retiro las manos rápidamente y arrastro mi silla hacia atrás, como si el Padre Ignacio fuera en este momento una amenaza para mí. Me resisto a aceptar lo que acabo de escuchar.

–Eso es imposible –acompaño mis palabras con una risita nerviosa, con la que intento restar importancia a los hechos–. ¿Entonces quién es? ¿Cómo nací?

Ignacio se pone de pie y camina hacia mí, abriendo sus brazos, ofreciéndome un abrazo consolador. Instintivamente me pongo de pie y me alejo de él, caminando hacia atrás.

–Sos mi hijo –dice finalmente.

Sabía que estaba por decir eso, pero el haberlo escuchado me hace tambalear. Apoyándome en las paredes y en los muebles intento correr hacia la puerta de la oficina, como un animal enjaulado. Al salir de la habitación me detengo, y la veo a mi madre rodeada de varias figuras luminosas, angelicales, hermosas, que flotan a su alrededor. Su silueta está circundada por un aura luminosa y brillante. Restriego mis ojos, cierro fuertemente los párpados y los vuelvo a abrir, pero las luces y las figuras flotantes siguen allí. Camino dificultosamente hasta una banca y tomo asiento. Mi madre se sienta a mi lado y rodea mis hombros con su brazo. Agacho la cabeza y cubro mi cara con las manos, mientras un torrente de lágrimas comienza a brotar de mis ojos. Lloro como un niño desconsolado durante varios minutos, tras lo cual descubro mi rostro y abro los ojos. Allí está Ignacio, tomando la mano de Mamá. De pie a su lado hay otra figura, a la cual reconozco. También es un sacerdote. Es Eustaquio.

Lunes por la mañana. De nuevo en la ciudad, de nuevo en mi trabajo, pero todo es completamente diferente. De pronto suena el teléfono. Mamá.

–Hola Ma.
–¡Diego! ¡Dieguito! ¡Es un milagro!
–¿Qué pasó?
–Es Bobi. Esta mañana se levantó lo más bien y me vino a despertar para que lo dejara salir al jardín. ¡Se curó, Diego! ¡Vos lo curaste!

Mi primera curación. Mi primer milagro.

viernes, 24 de mayo de 2013

Recuerdos de familia

Es la 1 de la madrugada del sábado al momento de llegar a mi casa, pero a pesar de la hora, mi madre me espera despierta y con la cena servida. Igual que cuando volvía de estudiar, algunos años atrás. Mi padre se levanta para saludarme en cuanto me escucha llegar, pero al notar su cansancio, tanto mi mamá como yo lo dejamos ir de nuevo a dormir, cosa que acepta con agrado.

Escucho unos leves gemidos caninos provenientes del dormitorio de arriba.

–Es Bobi –explica mi mamá–. Desde hace un tiempo no anda muy bien.
–¿Por qué? ¿Qué le pasa?
–El veterinario lo vio y dice que es que está viejo, nomás, y que su corazón está débil. Desde hace un par de semanas casi no se levanta de su cucha, y ahora estos últimos días directamente no quiere comer. Pareciera que se está dejando morir.

Subo hasta el dormitorio a saludar a Bobi. Recuerdo cuando lo trajimos de cachorrito, yo entonces estaba aún en el colegio secundario. Desde un principio se acostumbró a dormir en mi cama, pero en cuanto comencé a tener picaduras de pulgas, debió mudarse a su cucha, aunque siguió pasando las noches en mi dormitorio.

Al verme, empieza a agitar la cola y transforma los gemidos en ladridos, pero no se levanta. Me agacho hasta su cucha y lo saludo con un abrazo.

–El veterinario nos recomendó que lo “pusiéramos a dormir” para que no sufra más, pero hasta ahora no tuvimos el valor de hacerlo –comenta Mamá, que había subido detrás de mi.
–No, por favor no lo hagan –le pido, y ante la idea de hacerle caso al veterinario, abrazo al perro más fuerte aún, y este mueve la cola con nuevos bríos.
–Andá a dormir, nene, que es tarde.
–Sí, ya voy –contesto, pero permanezco abrazado al perro durante unos cuantos minutos.

Sábado, 9:30 de la mañana. Me despierta el olor a café proveniente de la cocina. Bobi duerme plácidamente en su cucha.

Durante el desayuno, mi mamá me pone al corriente de las novedades del pueblo: los vecinos nuevos del barrio, la remodelación de la plaza, el supermercado que reabrió con nuevos dueños chinos, etc. Busco la forma de insertar en la conversación el tema que me preocupa, la verdadera razón de mi visita, y lo mejor que se me ocurre es preguntar por mis abuelos.

–Justo los fuimos a ver el fin de semana pasado –me cuenta mamá. –Andan bien. Todo lo bien que pueden a su edad, claro. ¿Por qué preguntás?

Mi mamá siempre fue muy perspicaz. Por su expresión resulta obvio que entiende que detrás de mi pregunta hay algún interés. Decido explicarle la situación de la forma más suave posible, tratando de no asustarla.

–Es que necesito averiguar algo sobre mi árbol genealógico.

La hago esperar un par de segundos antes de continuar la explicación, como para darle tiempo de analizar el tema. Continúo.

–Te cuento. Te acordás que te dije que estaba yendo a terapia, ¿no? –mi mamá asintió–. Bueno, en la última sesión le conté a mi psicólogo algunas cosas que me estuvieron pasando en estos días, y me sugirió que averigüe todo lo que pueda de mis antepasados.

La expresión de mi mamá empieza a tornarse en un gesto de preocupación. No lo dice, pero adivino que se está preguntando qué tiene que ver una cosa con la otra.

–¿Qué cosas te estuvieron pasando? –pregunta.
–Estuve teniendo algunos sueños raros… soñé con brujas y sacerdotes. Fijate nomás que en el viaje para acá me quedé dormido y soñé que era un cura de la época medieval. No te asustes, pero el tema es que mi psicólogo, en lugar de decirme simplemente que estoy loco (como hubiese preferido), pensó que detrás del asunto podría haber una secta de brujas de verdad, que me habrían elegido para cumplir una profecía o algo así.

Mi mamá se me queda mirando con un gesto que, a mi parecer, denota una total perplejidad, pero luego descubro que corresponde a una especie de entusiasmo. Su vista, que hasta ahora estaba fija en mí, comienza a ir de un lado para el otro, como asegurándose de que no haya nadie alrededor.

–No creo que tus abuelos te puedan ayudar mucho, pero tal vez yo sí –dice luego de un rato, y me deja solo en la cocina mientras va a buscar algo a la buhardilla.

Mi mamá guarda celosamente los objetos que heredó de sus antepasados en un arcón lleno de cosas aparentemente carentes de todo valor material. Ese arcón es el que trae con bastante dificultad desde la buhardilla.

–Acá hay varias cosas que te van a interesar –dice ella.
–Pará, pará un cachito –la detengo–. Todavía no te conté los detalles.
–No hace falta, creo que ya los sé.

Mi mamá empieza a revolver nerviosamente las cosas del arcón, en busca de algo en particular. La noto ansiosa, como si hubiera llegado un momento que esperó durante largo tiempo y quisiera apurar los hechos. No sé cuáles hechos, pero los quiere apurar.

Me pongo de pie y me asomo para ver qué hay dentro. Decenas de libros, papeles amarillentos con textos manuscritos, plumas, estatuillas de santos, crucifijos, rosarios, entre otros objetos. De pronto, el rostro de Mamá se ilumina cuando en el fondo del arcón encuentra una pequeña cajita forrada en terciopelo. La abre y de su interior saca un anillo, el cual coloca en mis manos. Es un anillo de oro incrustado en rubíes. El mismo que Eustaquio llevaba en mi sueño.

Tomo asiento y me quedo atónito mirando el anillo.

–Diego, ¿estás bien? ¿Te resulta familiar?
–Sí, lo ví en sueños –le contesto sin sacar la vista del anillo. Luego la miro a los ojos–. ¿Cómo lo conseguiste
?
–No te puedo explicar ahora. Pero es importante que mañana vayamos a la iglesia y hables con el Padre Ignacio.
–¿A la iglesia? Pero hace siglos que no voy… ¿El Padre Ignacio? ¿Es el mismo que me bautizó cuando yo era un bebé? No pensé que todavía estuviera vivo. Debe tener como doscientos años.
–No, es viejo, pero no tanto. Mañana lo vas a ver. Ah, otra cosa: por favor, no comentes nada de esto con tu papá.
–¿Por qué?
–Bueno, él no cree en estas cosas… pero esperá hasta mañana, que vas a entender todo.

miércoles, 1 de mayo de 2013

Un viaje y una visión



Jueves al mediodía. Aprovechando un rato de tranquilidad en la oficina llamo a mis padres. Después de un rato de espera, mi madre atiende el teléfono.
–¡Dieguito! ¡Qué sorpresa! ¿Cómo estás?
–Hola Mamá. Yo bien, ¿y ustedes cómo andan?
–Bien, bien. Tu padre está ahí peleándose con uno de los camiones que no andan, como siempre, y yo acá preparando la comida. ¿Vos estás trabajando?
–Sí, bueno, haciendo una pausa. Má, quisiera ir a visitarlos este fin de semana, ¿podré ir para allá?
–¡Sí, claro que sí! Vení cuando quieras. ¿Y por qué… digo, no te pasa algo malo, o sí?
–No, Má, estoy lo más bien, es que hace mucho que no voy a San Pedro, me va a venir bien ir allá y despejarme un poco, sacarme el stress...
–Ah, me parece muy bien. Entonces dale, vení nomás. ¿Cuándo vendrías, ya sabés?
–Me gustaría ir para allá mañana por la noche, si se puede.
–Perfecto, voy a arreglarte el cuarto por que está todo hecho un relajo.

. . .

El micro a San Pedro sale puntualmente a las siete de la tarde. Mientras el sol se pone, veo por la ventanilla cómo va cambiando el paisaje. Primero las autopistas atestadas de vehículos que se escapan de la ciudad para cambiar de ambiente durante el fin de semana; después, la ruta flanqueada por grandes centros comerciales y fábricas; finalmente, el campo. Mis párpados no resisten su propio peso y comienzan a cerrarse.

Bajo la luz de la tarde que atraviesa uno de los vitraux laterales de la nave de la catedral, la figura de Isabel parece la de un ángel. El inquisidor está dictando su sentencia de muerte, pero la serenidad y placidez de su rostro no se ve alterada. Antes de que los guardias del rey la lleven a su celda, me dirige una mirada tranquilizadora. En mi mente escucho su voz diciéndome “estaré bien, no te preocupes”. Una extraña pasión me consume por dentro; siento deseos de correr en su ayuda, de usar los poderes que el Señor me dio para neutralizar a los guardias y liberarla. Pero sé que no puedo. Sé que en el fondo es un deseo carnal el que me produce esos impulsos, y hace tiempo que he renunciado a la capacidad humana de amar y ser amado.
La veo desaparecer tras la puerta lateral de la catedral, con sus brazos encadenados, flanqueada por dos guardias. Siento que estoy dejando que se cometa un crimen injusto. Las pruebas en su contra fueron contundentes; fue encontrada en pleno ejercicio de la hechicería, en un ritual pagano, y hubo muchos testigos para respaldar la acusación. No pude argumentar nada en su defensa, a diferencia de otros juicios en donde las pruebas eran completamente infundadas y me fue fácil derribar la acusación. Pero aún así, siento en mi interior que es una mujer de bien.

Ya pasó la medianoche. En la soledad y oscuridad de mi recámara elevo mis plegarias por Isabel, rogando al Señor que mañana, luego de la ejecución, la reciba en su gloria. Ejecución. Esa palabra se me clava en el corazón cada vez que la asocio al nombre de Isabel. Un fuego me quema por dentro, una irrefrenable necesidad de hacer algo por ella. Siento que si la pierdo, enloqueceré. Ruego a Dios que me perdone, pero debo acudir en su ayuda.
Cubro mi cabeza con la capucha de mi sotana y me pongo mi anillo. No creo en talismanes o amuletos, pero siempre llevo mi anillo egipcio de oro cuando debo poner en práctica mi fe. El anillo me fue regalado por la primera persona que sané. Fue durante una misión por el continente africano, en la que me topé con una mujer que había contraído una rara enfermedad. Jamás acepto pago alguno por mis obras, pero este anillo apareció en mi bolsillo luego de la curación, y no tuve oportunidad de devolverlo.

Fue fácil obtener las llaves de la celda en donde Isabel espera su destino. Afortunadamente, el padre Mario, a quien esa noche le tocó oficiar de amo de llaves, tiene el sueño demasiado pesado como para despertarse por un manojo de llaves que tintinea cerca de sus oídos.
Por la mirilla de la puerta de la celda la veo sentada contra la pared, sus manos encadenadas detrás de sí, desvanecida por la sed y el hambre. Haciendo el menor ruido posible, abro la cerradura y entro a la celda. Isabel abre ligeramente los ojos y, al reconocerme, esboza una leve sonrisa, pero enseguida se desvanece nuevamente.
De rodillas junto a la hechicera, arremango mi sotana y tomo entre mis manos la cadena que aprisiona sus brazos. Cierro los ojos y agacho la cabeza para rogar al Señor que use mis manos como instrumento de su voluntad. Comienzo a visualizarlas convertidas en brasas incandescentes. Imagino el viento de un fuelle elevando su temperatura a rojo blanco. El intenso calor hace casi imposible respirar dentro de la celda. Noto que los eslabones de la cadena comienzan a ablandarse y luego a derretirse. Isabel ya está libre.

–Señor, llegamos a la terminal. Ya se bajaron todos los pasajeros, sólo queda usted.
La voz del guarda me despierta bruscamente. Abro los ojos y de a poco logro reconocer a la terminal de ómnibus de San Pedro.

Le indico al taxista la dirección de la casa de mis padres para que me lleve, pero indicándole el camino más largo, por dos motivos. El primero, por que quiero recorrer los lugares de San Pedro que me hacen acordar de mi niñez y mi adolescencia en este pueblo; el club, por ejemplo, que los viernes y sábados por la noche se convierte en cita obligada para los que se consideran en edad como para ir a bailar. Por suerte, ciertas cosas de estos pueblos pareciera que nunca cambian. El segundo motivo es que necesito algo de tiempo para grabar en mi celular el relato de lo que acabo de soñar durante el viaje.

La claridad de las imágenes y la abundancia de detalles del sueño ya no me sorprende. Incluso hay un par de datos que de seguro le van a interesar a Jaimo cuando se los cuente el lunes: el hecho de estar en la piel de Eustaquio de Aragón, quien aparentemente es algo así como mi tatara-tatarabuelo, y el hecho de que el rostro que Isabel tenía en mi sueño era ni más ni menos que el de la bruja Lara. Además, jamás en mi vida conocí la catedral de San Salvador, en Zaragoza, sin embargo estoy seguro de que sus vitrales eran, hace un par de siglos, exactamente como los vi en mi sueño. Y otra cosa, ¿cómo sé que la catedral en donde transcurrió mi sueño es la de San Salvador, en Zaragoza? Pero lo sé.