Jueves al mediodía. Aprovechando
un rato de tranquilidad en la oficina llamo a mis padres. Después de un rato de
espera, mi madre atiende el teléfono.
–¡Dieguito! ¡Qué
sorpresa! ¿Cómo estás?
–Hola Mamá. Yo bien,
¿y ustedes cómo andan?
–Bien, bien. Tu
padre está ahí peleándose con uno de los camiones que no andan, como siempre, y
yo acá preparando la comida. ¿Vos estás trabajando?
–Sí, bueno, haciendo
una pausa. Má, quisiera ir a visitarlos este fin de semana, ¿podré ir para
allá?
–¡Sí, claro que sí!
Vení cuando quieras. ¿Y por qué… digo, no te pasa algo malo, o sí?
–No, Má, estoy lo
más bien, es que hace mucho que no voy a San Pedro, me va a venir bien ir allá
y despejarme un poco, sacarme el stress...
–Ah, me parece muy
bien. Entonces dale, vení nomás. ¿Cuándo vendrías, ya sabés?
–Me gustaría ir para
allá mañana por la noche, si se puede.
–Perfecto, voy a
arreglarte el cuarto por que está todo hecho un relajo.
. . .
El micro a San Pedro
sale puntualmente a las siete de la tarde. Mientras el sol se pone, veo por la
ventanilla cómo va cambiando el paisaje. Primero las autopistas atestadas de vehículos
que se escapan de la ciudad para cambiar de ambiente durante el fin de semana;
después, la ruta flanqueada por grandes centros comerciales y fábricas;
finalmente, el campo. Mis párpados no resisten su propio peso y comienzan a
cerrarse.
Bajo la luz de la
tarde que atraviesa uno de los vitraux laterales de la nave de la
catedral, la figura de Isabel parece la de un ángel. El inquisidor está
dictando su sentencia de muerte, pero la serenidad y placidez de su rostro no
se ve alterada. Antes de que los guardias del rey la lleven a su celda, me dirige
una mirada tranquilizadora. En mi mente escucho su voz diciéndome “estaré bien,
no te preocupes”. Una extraña pasión me consume por dentro; siento deseos de
correr en su ayuda, de usar los poderes que el Señor me dio para neutralizar a
los guardias y liberarla. Pero sé que no puedo. Sé que en el fondo es un deseo
carnal el que me produce esos impulsos, y hace tiempo que he renunciado a la
capacidad humana de amar y ser amado.
La veo desaparecer tras
la puerta lateral de la catedral, con sus brazos encadenados, flanqueada por
dos guardias. Siento que estoy dejando que se cometa un crimen injusto. Las
pruebas en su contra fueron contundentes; fue encontrada en pleno ejercicio de
la hechicería, en un ritual pagano, y hubo muchos testigos para respaldar la
acusación. No pude argumentar nada en su defensa, a diferencia de otros juicios
en donde las pruebas eran completamente infundadas y me fue fácil derribar la
acusación. Pero aún así, siento en mi interior que es una mujer de bien.
Ya pasó la
medianoche. En la soledad y oscuridad de mi recámara elevo mis plegarias por Isabel, rogando al Señor que mañana, luego de la ejecución, la reciba en su
gloria. Ejecución. Esa palabra se me clava en el corazón cada vez que la asocio
al nombre de Isabel. Un fuego me quema por dentro, una irrefrenable necesidad
de hacer algo por ella. Siento que si la pierdo, enloqueceré. Ruego a Dios que
me perdone, pero debo acudir en su ayuda.
Cubro mi cabeza con
la capucha de mi sotana y me pongo mi anillo. No creo en talismanes o amuletos,
pero siempre llevo mi anillo egipcio de oro cuando debo poner en práctica mi
fe. El anillo me fue regalado por la primera persona que sané. Fue durante una
misión por el continente africano, en la que me topé con una mujer que había
contraído una rara enfermedad. Jamás acepto pago alguno por mis obras, pero
este anillo apareció en mi bolsillo luego de la curación, y no tuve oportunidad
de devolverlo.
Fue fácil obtener
las llaves de la celda en donde Isabel espera su destino. Afortunadamente, el
padre Mario, a quien esa noche le tocó oficiar de amo de llaves, tiene el sueño
demasiado pesado como para despertarse por un manojo de llaves que tintinea
cerca de sus oídos.
Por la mirilla de la
puerta de la celda la veo sentada contra la pared, sus manos encadenadas detrás
de sí, desvanecida por la sed y el hambre. Haciendo el menor ruido posible,
abro la cerradura y entro a la celda. Isabel abre ligeramente los ojos y, al
reconocerme, esboza una leve sonrisa, pero enseguida se desvanece nuevamente.
De rodillas junto a la hechicera, arremango mi sotana y tomo entre mis manos la cadena que aprisiona sus brazos. Cierro los ojos y agacho la cabeza para rogar al Señor que use
mis manos como instrumento de su voluntad. Comienzo a visualizarlas convertidas
en brasas incandescentes. Imagino el viento de un fuelle elevando su
temperatura a rojo blanco. El intenso calor hace casi imposible respirar dentro
de la celda. Noto que los eslabones de la cadena comienzan a ablandarse y luego
a derretirse. Isabel ya está libre.
–Señor, llegamos a
la terminal. Ya se bajaron todos los pasajeros, sólo queda usted.
La voz del guarda me
despierta bruscamente. Abro los ojos y de a poco logro reconocer a la terminal de
ómnibus de San Pedro.
Le indico al taxista
la dirección de la casa de mis padres para que me lleve, pero indicándole el
camino más largo, por dos motivos. El primero, por que quiero recorrer los
lugares de San Pedro que me hacen acordar de mi niñez y mi adolescencia en este
pueblo; el club, por ejemplo, que los viernes y sábados por la noche se convierte
en cita obligada para los que se consideran en edad como para ir a bailar. Por
suerte, ciertas cosas de estos pueblos pareciera que nunca cambian. El segundo
motivo es que necesito algo de tiempo para grabar en mi celular el relato de lo que
acabo de soñar durante el viaje.
La claridad de las imágenes y la abundancia de detalles del sueño ya no me sorprende. Incluso hay un par de datos que de seguro le van a interesar a Jaimo cuando se los cuente el lunes: el hecho de estar en la piel de Eustaquio de Aragón, quien aparentemente es algo así como mi tatara-tatarabuelo, y el hecho de que el rostro que Isabel tenía en mi sueño era ni más ni menos que el de la bruja Lara. Además, jamás en mi vida conocí la catedral de San Salvador, en Zaragoza, sin embargo estoy seguro de que sus vitrales eran, hace un par de siglos, exactamente como los vi en mi sueño. Y otra cosa, ¿cómo sé que la catedral en donde transcurrió mi sueño es la de San Salvador, en Zaragoza? Pero lo sé.
La claridad de las imágenes y la abundancia de detalles del sueño ya no me sorprende. Incluso hay un par de datos que de seguro le van a interesar a Jaimo cuando se los cuente el lunes: el hecho de estar en la piel de Eustaquio de Aragón, quien aparentemente es algo así como mi tatara-tatarabuelo, y el hecho de que el rostro que Isabel tenía en mi sueño era ni más ni menos que el de la bruja Lara. Además, jamás en mi vida conocí la catedral de San Salvador, en Zaragoza, sin embargo estoy seguro de que sus vitrales eran, hace un par de siglos, exactamente como los vi en mi sueño. Y otra cosa, ¿cómo sé que la catedral en donde transcurrió mi sueño es la de San Salvador, en Zaragoza? Pero lo sé.
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