viernes, 4 de mayo de 2012

Introducción

El sol se acercaba al cenit en el cielo primaveral que cubría las laderas de la Sierra de Albarracín. Los caballos que arrastraban la carreta en la que viajaban la hechicera y el cura se detuvieron, ante el tirón de riendas del Padre Eustaquio. Delante de ellos se encontraba una bifurcación en el camino.
–¿Por qué nos detenemos? –preguntó Isabel.
Eustaquio respiró profundo antes de responder.
–Aquí es donde nuestros caminos se separan –le contestó sin atreverse a mirarla a los ojos–. Tú te llevarás la carreta. Conduce siempre hacia el Sur, y encontrarás el camino que te conducirá a Granada. Allí busca una tribu de gitanos liderada por un hombre llamado Dukkerin. No te será difícil hallarlo. Es una buena persona; hace años lo conocí durante su paso por Zaragoza. Curé a su hijo del mal que padecía, y juró que algún día me gratificaría por mi obra. Ese día llegó; dale esta carta, sé que en cuanto la lea te recibirá con alegría en su comunidad y cuidará bien de tí.
Eustaquio señaló el camino que partía del brazo izquierdo de la bifurcación.
–Yo seguiré a pié por este sendero –continuó–. En dos días de marcha llegaré a Teruel. No debes preocuparte por mí, estaré bien.
Samantha lo miraba con los ojos llenos de lágrimas, pero sin apartar la vista de su rostro.
–¿Es realmente necesario? Siento que podríamos desafiar a los designios de los astros e intentar seguir juntos –dijo ella.
Eustaquio la miró esbozando una leve sonrisa de complacencia.
–No importan los designios de los astros, tu corazón sabe bien lo que pasará si seguimos juntos. Ellos nos encontrarán. Es nuestro deber separarnos.
–Lo entiendo –se lamentó Isabel, y no pudo evitar romper en llanto.
Eustaquio la abrazó, y sus ojos también se llenaron de lágrimas. Permanecieron abrazados y sollozando por un tiempo prolongado, hasta que Eustaquio la soltó.
–No debemos demorar más la partida –dijo él, y bajó de la carreta llevando consigo un par de bolsas, las cuales se echó al hombro. Isabel tomó las riendas, mientras Eustaquio, de pie al costado de la carreta, sostenía su mano.
–No importa dónde estemos, siempre estaremos juntos –dijo con un nudo en la garganta, producto de la tristeza.
–Lo sé –contestó ella, y con un golpe de rienda, sus caballos comenzaron a galopar.
Isabel miró fugazmente atrás, para guardar en su mente la imagen de Eustaquio con el brazo en alto, saludándola. Luego volvió la vista al camino. Tras unos minutos de marcha, cuando ya había perdido de vista a Eustaquio, bajó la vista hacia su vientre, acariciándolo suavemente.
–Serás un gran hombre –dijo para sí, y para el hijo que llevaba en sus entrañas.

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