sábado, 15 de septiembre de 2012

Extraño despertar

Abro los ojos. Sólo distingo manchas, luces y sombras, las cuales van cobrando forma hasta revelar el interior de Mateo’s de una forma en que nunca lo había visto: con la luz de la mañana. Llevo mis dedos hasta mis labios. Todavía siento en ellos la humedad de los labios de Lara.
Miro a mi alrededor. Estoy sentado en una de las sillas de la mesa de la esquina. No hay nadie, sólo está Mateo pasando su eterna franela por la barra. Estoy vestido con mi traje y mi corbata, y me siento extrañamente limpio, con un perfume que no recuerdo haberme puesto. Me pongo de pie, pero mis piernas no me sostienen y caigo desparramado en el suelo. Mateo acude en mi ayuda.
–Tuviste suerte.
–¿Por qué? –“¡Puedo hablar! Menos mal”.
–No, por nada. Tenés que tener más cuidado con lo que tomás. Te ayudo a llegar hasta el baño, así te refrescás un poco.
–¿Qué tomé?
Pero Mateo no contestó.
Había algo que no entendía. Si estaba sufriendo una resaca, ¿adónde estaba el dolor de cabeza?
Al llegar al baño, le digo a Mateo que a partir de ahí sigo solo, pues mis piernas ya recobraron su habilidad.
Me siento en el inodoro y comienzo a tratar de recordar lo ocurrido. Fue un sueño increíble, inducido por la bebida. Pero lo más extraño es que, por lo general, cuando tengo sueños eróticos me despierto antes del mejor momento, o bien me despierto con la ropa interior húmeda. Esta vez no había ocurrido ninguna de las dos cosas.
Tanteo el bolsillo de mi saco y me alegro al notar que allí está mi celular. Lo saco y lo uso para grabar el relato del sueño de la noche anterior, antes de que los detalles comiencen a desaparecer de mi memoria.

Al salir, pregunto a Mateo cuánto le debo.
–Me pagaste anoche, ¿no te acordás?
Realmente no. El último recuerdo real que tengo ahora es de un artículo en la revista Weekend sobre la pesca de truchas en los lagos del Sur. Sé que todo lo demás fueron alucinaciones.
Camino por las calles del microcentro en la mañana del sábado. La ciudad parece abandonada. Algo me molesta en mi hombro izquierdo, como un leve arañazo. Me quito el saco para ver qué es lo que me está molestando. Un prendedor, con forma de estrella de cinco puntas.
“Prefiero no saber de dónde salió”, me digo a mí mismo.

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